ENSAYOS DE PENSADORES DOMINICANOS

AMÉRICO LUGO: CARTA A TRUJILLO
INDEPENDENCIA INTELECTUAL FRENTE A LA TIRANÍA DE TRUJILLO.
Carta circulada clandestinamente donde se refleja el alto espíritu
moral de una de las más brillantes figuras de la intelectualidad
dominicana frente a la tiranía, y que la Librería Dominicana se
complace en reproducir para conocimiento general y como homenaje a su
autor, el doctor Américo Lugo.
Ciudad Trujillo, Distrito de Santo Domingo,
13 de Febrero de 1936
Generalísimo
Rafael L. Trujillo.
Presidente de la República.
CIUDAD
Honorable Presidente:
En el discurso pronunciado por Ud. el 26 de Enero último al inaugurar
el acueducto y el mercado de Esperanza, hace Ud. una afirmación que no
puedo dejar pasar por alto, relativa al encargo que, a iniciativa de
Ud. me fué propuesto por el gobierno dominicano y que, aceptado por
mí, dió ocasión al contrato celebrado entre éste y yo en fecha 18 de
julio de 1935, y en virtud del cual me he comprometido a escribir una
nueva Historia de la Isla de Santo Domingo. Dicha afirmación es la
siguiente: "Que Ud. me ha confiado el encargo de escribir, en calidad
de Historiador Oficial, la historia del pasado y del presente".
Me veo en la necesidad de ocupar su elevada atención para manifestarle
que no me considero historiador oficial ni obligado a escribir la
historia de lo presente. No me considero historiador oficial, porque
mi convenio excluye por naturaleza de toda idea de subordinación y
debe ser cumplido exclusivamente bajo los dictados de mi conciencia.
No recibo órdenes de nadie y escribo en un rincón de mi casa. Tampoco
me considero historiador del presente, porque, por el contrario, la
cláusula primera de mi contrato con el Gobierno Dominicano excluye de
manera expresa el escribir la historia del presente. Dicha cláusula
dice así: "El doctor Américo Lugo se obliga frente al Gobierno
Dominicano a escribir una obra intitulada Historia de la Isla de Santo
Domingo, que constará de cuatro volúmenes en octavo, de cuatrocientas
páginas, más o menos, cada volumen; la cual comprenderá el período
comprendido entre los años 1492 a 1899, o sea desde el descubrimiento
de la isla basta la última administración del Presidente Ulises
Heureaux inclusive. A partir de esa fecha, el Dr. Lugo se obliga a
hacer en su obra un recuento histórico de las demás administraciones".
"Recuento" significa: Enurneración, inventario". En consecuencia,
recuento histórico significa una enumeración de sucesos históricos;
pero de ningún modo significa escribir la historia de dichos sucesos.
Y un recuento es lo único a que me he obligado, a contar de 1899 o sea
de la última administración del Presidente Heureaux. El título de
historiador oficial carecía de sentido aplicado a un historiador del
pasado. No podría referirse sino a la persona nombrada para escribir
la historia de la administración actual; y la historia de la
administración actual está excluida de mi Contrato, con el Gobierno
Dominicano, como lo está la de todas las demás administraciones
públicas posteriores al 26 de julio de 1899. Yo manifesté al enviado
de Ud. que mi deseo era y había sido siempre no escribir historia sino
hasta el año 1886 solamente. Se me arguyó que mi historia quedaría muy
atrás para los estudiantes; y en obsequio de éstos convine en
alargarla hasta 1899 y en hacer un recuento o enumeración de sucesos
históricos a contar de esa fecha, pero nada más.
A Ud. no podía sorprenderle que yo me negase a traspasar en mi
historia, los linderos del siglo XX. Ud. recordará que en Marzo de
1934 Ud. me ofreció una fuerte suma de dinero para que yo salvara mi
casa, a cambio de que yo escribiera la Historia de la Década, lo cual
era proponerme que fuese su historiador oficial; y Ud. recordará así
mismo que preferí perder mi casa, como efectivamente la perdí,
contestando a Ud. en carta de fecha 4 de abril de 1934 lo siguiente:
"Yo podría ser, aunque humilde, historiador, pero no historiógrafo...
Creo un error la resolución de escribir la historia de la última
década. Lo acontecido durante ella está todavía demasiado palpitante.
Los sucesos no son materia de la historia sino cuando son materia
muerta. Lo presente ha menester ser depurado, y sólo el tiempo destila
el licor de verdad dulce y útil para lo porvenir. Todo cuanto se
escribe sobre lo actual o lo inmediatamente inactual, está fatalmente
condenado a revisión.
La administración del general Vásquez y la de Ud. sólo podrán ser
relatadas con imparcialidad en lo futuro. El juicio que uno merece de
la posteridad no depende nunca de lo que digan sus contemporáneos;
depende exclusivamente de uno mismo. Aparte de estas consideraciones
decisivas, yo no podría escribir ese trozo de historia por dos
razones: la primera, mi falta de salud; la segunda, mi falta de
recursos. Recibir dinero por escribirla en mis presentes condiciones,
tendría el aire de vender mi pluma, y ésta no tiene precio".
No cabe en lo posible que quién escribió a Ud. lo que precede, acepte,
ahora ni nunca, el cargo de Historiador Oficial. Aunque Ud. hubiera de
alcanzar y merecer todo lo que se propone y dice en su discurso, de lo
cual yo me alegraría por el bien que reportaría el país, yo no sería
su historiógrafo. No puedo serlo de nadie. Un historiógrafo o
historiador oficial huele a palaciego y cortesano, y yo soy la
antítesis de todo eso. No soy ni puedo ser sino un humilde historiador
de lo pasado, y sólo como tal me he obligado con el Gobierno. Un
historiador oficial es un historiógrafo, y la diferencia que hay entre
simple historiador e historiógrafo ha sido magistralmente expuesta por
Voltaire en su "Diccionario Filosófico", vocablo "Historiografía", en
donde dice: "Este título es muy distinto del título de historiador. Se
llama historiógrafo en Francia al hombre de letras que está
pensionado. Es muy difícil que el historiógrafo de un príncipe no sea
embustero, el de una república adula menos, pero no dice todas las
verdades. En China los historiógrafos están encargados de coleccionar
todos los títulos originales referentes a una dinastía... Cada
soberano escoge su historiógrafo. Luis XIV nombró para este cargo a
Pellisson. . . "
También se debe a mi exclusiva iniciativa la cláusula séptima del
referido contrato del 18 de julio de 1935, cláusula que se refiere a
la cesión de 5.000 ejemplares al Gobierno Dominicano. Esta no me
exigió nada; pero yo no hubiera aceptado su oferta de escribir una
historia sino a condición de ofrecer, a mi vez, la manera de
reembolsar ampliamente la cantidad de dinero que costase escribirla y
editarla. Es mi firme voluntad, sean cuales fueren las condiciones en
que yo escriba mi Historia; poner desinteresadamente mi obra, por
algún tiempo, a disposición del Estado.
He aceptado escribir una nueva historia de Santo Domingo a pesar de mi
poca idoneidad por la razón capital expresada en 1932, en mi
introducción al curso oral sobre historia colonial, cuando digo: "El
efecto más doloroso para nosotros de la decadencia de la isla ha sido
que, desde entonces, la historia de ésta quedó enterrada en los
archivos coloniales; y allí está y estará hasta que la rescate de la
noción que la conciencia nacional va creando de sí misma y tan poco a
poco como lo requiere el hecho de que la formación de la conciencia
nacional depende del conocimiento de la historia patria". Cuando Ud.
me propuso escribirla, envió a decirme que Ud. consideraba que
prestaría un servicio eminente a las generaciones futuras aportando su
concurso para que yo la escribiera, y yo acepté, por mi parte, el
escribirla, con el único pero elevado propósito de contribuir,
siquiera modestamente, a la formación de la conciencia nacional, que
todavía no existe pero acepté teniendo cuidado en evitar, como se vé
en las cláusulas primeras y séptima de mi contrato, que nadie pueda
erróneamente figurarse que pertenezco a la farándula que sigue a Ud.
como sigue a todos los potentados de la tierra, tratando de medrar a
cambio de lisonjas.
Creo que, en honor a la verdad, si Ud. hubiera podido tener a mano y
compulsar el contrato que he celebrado con el Gobierno Dominicano, no
se habría expresado en la forma en que lo hizo, atribuyéndome un cargo
que no tengo y una obligación que no me corresponde. Creo también que
aunque Ud. me haya tratado muy poco, me conoce lo bastante, como me
conoce todo el país, para saber que yo no me puedo consentir en verme
uncido a ningún carro triunfal. La virtud y la ambición son en
principio incompatibles. Los vencedores no tienen entrada franca en mi
cristianizado espíritu. Los que la tienen son los pobres y los
humildes. "Los humildes serán ensalzados y de los pobres es el reino
de los cielos", dice el Evangelio. En cuanto a los grandes
triunfadores, éstos pertenecen a la historia: ella se los entrega a la
posteridad, y la posteridad ha de juzgarlos. No se puede formar Juicio
histórico contemporáneo sin violar la jurisdicción de ese tribunal
misterioso y supremo.
Yo no tengo "una mentalidad erudita". Sólo tengo ideas claras y
rectitud de corazón. No he estudiado nunca por la simple curiosidad de
saber, sino, conforme a Aristóteles, para ser bueno y obrar bien. En
este sentido creo que la lectura de la historia es una suprema lección
de moral. Es injustificado el desdén hacia la historia del pasado. No
hay pasado obscuro. La obscuridad sólo está en nosotros. Es del pasado
de donde viene siempre la luz con que vemos hoy con el espíritu las
cosas, sencillamente porque no puede venir del porvenir. El porvenir
sería tan obscuro como la muerte, si no fuera porque la luz de lo
pasado es tan potente que permite prever ciertos acontecimientos de un
futuro próximo. Y la ciencia difícil del mando es la eminencia sobre
la cual la historia proyecta con más claridad la luz. Aunque la marcha
de la humanidad sea progresiva, el hombre de Estado debe abismarse en
la contemplación de lo pasado, porque éste es raíz, tronco y savia de
los frutos del presente, sin los cuales éste se marchitaría y se
secaría como rama arrancada del árbol.
Antes de elaborar sucesos históricos es indispensable estudiar los
sucesos realizados por las generaciones anteriores. Ellos son la
experiencia de la vida; ellos suministran las reglas y modelos. Y de
modo singular necesita el político el conocimiento del pasado de su
pueblo, porque ese pasado es la cantera de los materiales apropiados
para la fábrica de una obra política verdaderamente nacional. La
índole de un pueblo no puede estudiarse sólo en su generación
viviente. En política ninguna solución es fácil; ningún error es
teórico. Las disposiciones legislativas de un pueblo, aunque sean
científicas; son perturbadoras cuando no respondan a sus necesidades,
a su situación, opiniones y creencias. Lo que se llama reconstrucción
nacional debe hacerse de acuerdo con lo pasado: la reconstrucción
contra el pasado es pura ideología; es lo mismo que si para reparar un
edificio, se prescindiese de él.
Los más grandes, guiadores de sociedades y de ejércitos han medido sus
pasos por la lección de la historia y acuñado sus hazañas en este
acerado y finísimo troquel. Los mejores reyes y capitanes de Grecia y
Roma y del mundo se criaron y formaron en el regazo de la historia, y
aún algunos magistralmente la escribieron. La almohada de Alejandro
era la Iliada junto con su espada; César puso al lado de la suya sus
admirables Comentarios; y Napoleón, en sus reflexiones sobre la
campaña del Magno Macedonio, nos revela su atento y profundo estudio
de lo pasado. El rey Alfonso el Sabio, el hombre más culto del siglo
XIII, escribió la Historia de España para enseñar al pueblo español
sus orígenes; también escribió la del suyo el profeta Moisés, mientras
lo guiaba a la tierra prometida; y Mahomet el Conquistador leía y
fundaba escuelas mientras combatía. La excelsitud no se improvisa. Las
grandes acciones exigen poderoso y cultivado entendimiento, y
necesitan ser puestas, antes de ser realizadas con audacia, bajo el
signo de la prudencia, virtud suprema del que manda y rige pueblos y
que sólo se acendra en la lección atenta de la historia.
La actual generación dominicana es precisamente, en mi pobre concepto,
la más desgraciada de cuantas han hollado con su planta el suelo de la
isla sagrada de América.
Débese ésto a la Ocupación Americana, que fué escuela de cobardía y
envilecimiento, debilidad y corrupción, y cuya acción depresiva y
deletérea destruyó la energía del carácter, la seriedad de la palabra,
la vergüenza en el obrar, dejando, a la hora de la Desocupación, un
pueblo muelle, despreocupado y descreído sobre esta tierra de acción y
de fé, que fué almáciga de héroes desde los primeros tiempos del
descubrimiento del Nuevo Mundo y que dió a éste, en el siglo XIX, un
príncipe de la libertad en Francisco del Rosario Sánchez. Los poderes
públicos deben estimular en nuestra juventud el florecimiento de
aquellas energías de que dieron alta prueba Meriño frente a Santana,
Luperón frente a España, Emiliano Tejera frente a Báez, Luis Tejera
frente a la tentativa filibustera de 1905, y, frente al desembarco de
los norteamericanos en San Pedro de Macorís, Gregorio Urbano Gilbert.
Es menester buscar al historiador dominicano que más se asemeje a
Tucídides, para que evoque en toda su épica belleza el proceso
glorioso de esta república nuestra durante la Anexión y riegue con la
corriente y declaración de los sucesos antiguos los modernos, a fin de
vigorizar la debilitada cepa del presente.
Mi creencia, cada vez más arraigada, de que el pueblo dominicano no
constituye nación, me ha vedado en absoluto ser político militante. No
he sido, dentro de los términos de mi país, ni siquiera alcalde
pedáneo. En una serie de artículos publicados en 1899 y reproducidos
luego en "A Punto Largo", he escrito lo siguiente: "Gobernar es Amar".
"Son, a mi ver, más compulsivos para el político que para el sacerdote
los deberes de humanidad, dulzura, piedad y tolerancia, porque lo más
grave de la ley es como afirma San Mateo. el juicio, la misericordia y
la fé. Para mí la cuestión no es dispensar el bien y el mal como las
divinidades antiguas, sino hacer el bien; es no adoptar resoluciones
que no estén cimentadas en la rectitud del corazón, es dar al pueblo
toda su personalidad enérgica y viril, fortificando diariamente su
espíritu en el rudo ejercicio de la libertad, que es el único que
produce los caracteres enérgicos que forman las naciones y mantienen
independiente al estado de toda dominación extranjera; es
proporcionar, no la educación meramente intelectual que sólo sirve
para aumentar las filas de los peores auxiliares del poder, sino la
que fecundiza, extiende y vivifica la libertad jurídica, hasta el
punto de producir la libertad política, que es la verdadera libertad;
es poner fuera. de todo alcance los derechos del ciudadano y reducir
al mínimum necesario los de los poderes públicos, es finalmente,
consagrarse al bien público con perfecto desinterés material e
inmaterial, amar la pobreza y practicarla, despreciar el aplauso en
absoluto, adoptar sólo los medios que justifiquen la nobleza de los
fines y acuñar la paz en las palabras, en las medallas, en los actos y
en las almas.
Suplico a Ud. dispensarme por haberle distraído de sus importantes
ocupaciones, y espero que Ud. no tendrá inconveniente en reconocer,
como es de estricta verdad y justicia, que no estoy encargado de
escribir la historia del presente, sino la del pasado hasta el 26 de
Julio de 1899, y que lo único a que estoy obligado, respecto del
presente es a hacer una enumeración de los sucesos históricos a contar
de 1899, todo de conformidad a mi contrato con el Gobierno Dominicano,
de fecha 18 de julio de 1935; y que es conforme a este criterio que
debo continuar escribiendo la Historia de la Isla de Santo Domingo.
Soy de Ud. Honorable Presidente, con sentimientos de la consideración
más distinguida.
AMERICO LUGO
webmaster@cielonaranja.com © Ediciones del ciElonaranja 2002

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MANUEL ARTURO PEÑA BATLLE ::::::::: DOSSIER
LETRAS PENSAMIENTO SANTO DOMINGO ESPACIO CARIBE EDICIONES
SEMBLANZA DE AMÉRICO LUGO
Dedicado a Tulio Manuel Cestero
Manuel Arturo Peña Batlle
I
Si nos llena el alma de inquietud cuando decidimos y comenzamos a
escribir sobre Américo Lugo, el escritor dominicano por excelencia. Al
llamarlo de este modo: nuestro escritor por excelencia, no queremos
decir que Lugo escribiera por mera delectación, por amor al arte de
escribir. Todo lo contrario. Escribió por necesidad y siempre angustiado
por una situación social. En muy pocas ocasiones se satisfizo, a la
manera de los decadentistas franceses, con la sola belleza de su estilo
incomparable.
Escritor profundísimo, dedicó casi toda su obra al examen de los grandes
problemas en que gravitó por mucho tiempo la nacionalidad dominicana.
Es, sin duda, un hombre público, pero tuvo el cuidado de no emplear sino
la pluma como vehículo de sus sentimientos y de sus inquietudes por el
progreso de la colectividad. De ahí no pasó nunca y, por eso, puede
considerársele como el más abstraido de todos nuestros hombres públicos.
Cuando se vio en el caso de afrontar, como dominicano, el enorme
problema social y político que implicó la ocupación del territorio
nacional por tropas de los Estados Unidos, clausuró todas sus
actividades mundanas, incluso las literarias. De otra manera no hubiera
logrado sostener la radical e intransigente posición teórica –de
contenido “ético-histórico”- que adoptó contra los fines de la ocupación
militar ordenada por el Presidente Wilson. Es innegable que aquella
inflexible actitud ideológica de Américo Lugo fue la sal de toda la
campaña nacionalista que al fin desembocó en la restauración de la
República en 1924.
Si se registra con paciencia y conciencia la historia política de la
República, no será posible eludir la conclusión de que ningún otro de
nuestros grandes escritores redujo al margen de las ideas la expresión
de sus preocupaciones por el bien general. Meriño, Espaillat, Galván,
García, Salomé Ureña, Billini, José Joaquín Pérez, Emiliano Tejera,
Miguel Ángel Garrido, los Henríquez y Carvajal, Tulio M. Cestero, fueron
todos grandes escritores, pero todos trascendieron también, de un modo u
otro, en la arena de la acción directa. Entiéndase bien que al señalar
esa fundamental característica de Lugo no estamos tomando partido por
ella. Creemos sinceramente que el progreso es acción sudorosa y
sangrienta y que sin el sacrificio de las abstracciones es muy difícil
que los pueblos emprendan y terminen la agitada empresa de su
integración nacional. De todos modos la personalidad de Américo Lugo
tiene relieve de primer orden en un largo período de la formación
dominicana. Sería difícil escribir la historia de las ideas en Santo
Domingo sin referirse a este figura tan influyente a pesar de haberse
mantenido virtualmente alejada de las pasiones activas de su época.
Desde hace 50 años nadie le ha negado el primer puesto de la estilística
dominicana. Resulta raro y hasta cierto punto inexplicable que no exista
un estudio maduro y definitivo sobre la obra de este genuino escritor,
cuando son tan pocos los que ha producido el ambiente literario de
nuestro país. Pero el fenómeno no es singular. Lo mismo sucede con casi
todos los grandes escritores nacionales. La crítica literaria no es
actividad espontánea ni abundante ea Santo Domingo. El mismo Pedro
Henríquez Ureña no dejó labor perenne en este campo de depuración y
desbrozamiento, tan útil a la buena marcha del pensamiento escrito. Nos
referimos, desde luego, a sus trabajos relacionados coa el acervo
literario de la República.
Antes de entrar en materia sobre las proyecciones sociales y políticas
del pensamiento de Lugo, es necesario referirse a su condición misma de
escritor. Nació en la ciudad de Santo Domingo el 4 de abril de 1870, del
matrimonio de don Tomás Joaquín Lugo y doña Cecilia Herrera y Vera. La
familia Lugo emigró de Santo Domingo después del Tratado de Basilea,
estableciéndose en Venezuela desde donde regresó a esta ciudad el
abuelo, don Nicolás Lugo, para entroncarse de nuevo entre los
dominicanos.
Hace notar con frecuencia el insigne escritor la dulce influencia de su
madre en la formación de su carácter. Fina solera espiritual debió ser
la de aquella señora cuando logró insinuarse con tan honda huella en el
finísimo y escogido temperamento del hijo. Américo Lugo es, sin duda, un
autodidacto, porque la distinción de su cultura, hecha primordialmenie
en Santo Domingo, no pudo nutrirse de los elementos que en el período de
la infancia y la adolescencia del escritor ofrecía el ambiente
intelectual de la sociedad dominicana.
En 1889, a los 19 años de su edad, se licenció Lugo en leyes para
hacerse abogado y ejercer con gran brillantez esta noble profesión. Con
tal motivo leyó la tesis reglamentaria, dedicada al señor Hostos y
titulada como sigue: ¿Es arreglada al Derecho Natural la prohibición de
la investigación de la paternidad? El trabajo, escrito a tan temprana
edad, está visiblemente influido por las ideas y los sistemas
hostosianos. La presencia del maestro se deja sentir muy fuertemente en
el pensamiento del discípulo. Pero llama la atención la prosa con que
está escrito este trabajo. A los 19 años Lugo escribía ya con la
elegancia de estilo con que escribió siempre. Aquello debió ser una
revelación puesto que movió el comentario público de Hostos, seguramente
conmovido por la auténtica grandeza del espectáculo literario que se
desarrolló ante sus propios ojos.
No cabe duda de que aquel día nació a la vida de la cultura americana,
uno de sus mejores instrumentos. Lugo ha escrito siempre igual, con el
mismo inconfundible caudal de pureza, sobriedad y elegancia, que no
encuentra parangón ni semejanza sino entre los mejores escritores de
España e Hispanoamérica que le son contemporáneos. Si Lugo hubiera hecho
de las letras su profesión habitual y si no se hubiera visto presionado,
al escribir, por la necesidad de dedicar lo mejor de su tiempo y de su
vida al examen escueto, y muchas veces precipitado, de los problemas
sociales de Santo Domingo, ocuparía hoy, ea la historia de la literatura
española, el mismo lugar de Azorín, Pío Baroja, Gabriel Miró, José Martí
y José Enrique Rodó.
Le faltaron tiempo, tranquilidad de espíritu y perspectiva puramente
literaria para madurar mejor su obra y producirla con un sentido más
desligado del ambiente nacional. Los dolores y las vicisitudes del
reducido grupo que somos los dominicanos no se prestarán nunca a la
creación de temas de valor universal. Es innegable, sin embargo, que
esta especial circunstancia hace más humana, más cálida y más genuina la
labor del escritor, porque lo que tiene perdido en perspectiva, lo ha
ganado en profundidad de emoción y en sinceridad.
Con gran donosura nos expone el mismo escritor las condiciones en que
realizó su obra cuando dice:
"Al dirigirme al público, nunca fue el lazarillo de mi inteligencia el
gusto sino la necesidad: la vocación literaria no palpita en mí, ni la
afición florece". "Quise decir de mis alegrías, de mis esperanzas; deseo
perdonable en quien haya tenido puesta el alma en los sufrimientos de su
patria, en quien la ame con reflexivo amor, en quien haya tenido en
cuenta que la grandeza nacional se mide y aprecia solamente por el valer
individual de cada ciudadano". "Mi pluma es lo único que hay de amable
en mi persona: su iridio derrama caudal de tolerancia que sorregando el
campo de la crítica, mitiga el calor que lo fecunda, y deja que el rosal
crezca al lado de la ortiga. Nunca rasgó la tersura, nunca el blancor
manchó del papel en que escribe, porque antes que ella detenga el vuelo
sobre el vacío ideal de una hoja en blanco, he colmado el vacío con mi
propio corazón. Sus picos no recuerdan el del águila, pero buscan, sin
embargo, el cielo, y es en lo azul y no en el fango donde va a perderse
el ramo de ensueños, esperanzas e ilusiones que desprendió del árbol de
mi vida".
Nosotros no concebimos un gran escritor dominicano sino cuando lo es en
función dominicanista. Las especiales condiciones en que ha transcurrido
la vida social de nuestro país exigen el sacrificio de los mejores.
Nadie tiene derecho todavía en Santo Domingo a solazarse con la
expresión puramente personal de su cultura. Si se escribe para el
público debe ponerse la mira en un fin de perfeccionamiento común. Por
eso hemos pensado siempre en la ejemplaridad de la vida dominicana de
Américo Lugo. De paradigma debe servir para las generaciones futuras. Su
vida la consagró entera al servicio de la comunidad en que nació,
moviendo, con gallarda maestría, el ritmo de las ideas y de los
sentimientos generales.
La vida pasa, pero las ideas y los sentimientos perduran hasta el límite
de su propia utilidad o de su belleza. La inmortalidad no tiene otro
sentido que éste. Si hemos vivido conforme a un auténtico anhelo
creador, sea en arte, en ciencia o en política, quedarán detrás de
nosotros los frutos de nuestra inquietud. A través de ellos seguiremos
viviendo mientras su fuerza de expresión mueva las inquietudes de los
que nos sigan en el camino de la vida.
La inmortalidad de un cuadro, de un poema, de una sinfonía, de una
teoría científica, de una gran realización política o de los días de un
santo, sólo se explica por efectos de una simbiosis misteriosa del genio
creador con la conciencia de las generaciones futuras. Todo ello es
vida, instinto de orientación, acoplamiento activo, síntesis inevitable
de lo que fue, de lo que es y de lo que seguirá siendo la inmovilidad
arquetípica del espíritu humano. El individuo cobra permanencia sólo
cuando los canales de su alma logran derramarse en la gran vertiente de
la conciencia social. Lo perenne es la sociedad, pero ésta perennidad se
nutre de los grandes desprendimientos de la creación individual.
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II
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La uniformidad pentélica y armoniosa —don del cielo— del estilo de
Américo Lugo, no significa la misma uniformidad ni la misma tersura en
su pensamiento, dionisíaco y casi siempre inflamado. El pensamiento del
gran escritor nunca es igual. Se inició bajo la influencia irresistible
del señor Hostos y derivó, desde luego, en sus primeros tiempos, hacia
un materialismo exacerbado que, por otra parte, nunca fue sincero. El
primer trabajo del 1889 no nos deja mentir sobre este punto. Otro tanto
podría decirse de la admirable página que es la defensa de W. Williams,
escrita también en la primera época de nuestro escritor. En sentido
general podría apreciarse de esta misma manera todo el pensamiento de
Lugo correspondiente a aquella primera época y que él recogió en "A
Punto Largo...", aparecido en 1901, cuando tenía 31 años.
El libro está dedicado también al señor Hostos. Nunca nos satisfizo la
ordenación de la obra por lo heteróclita que es. Se juntan allí materias
muy disímiles, como son, por ejemplo, un estudio comparativo del
estatuto personal francés con el estatuto personal dominicano, y una
excelente semblanza de Enrique Henríquez. La obra da la sensación de que
el autor se sintió apremiado por el deseo de publicar un libro. Con poco
esfuerzo más pudo publicar dos: uno de tipo científico y otro, más
suelto y más movido, de carácter subjetivo. No tendremos en cuenta sino
los trabajos de esta naturaleza al comentar el primer libro de Américo
Lugo.
Se inicia con una formidable serie de consideraciones, escritas en 1899,
y dedicadas a Fabio Fiallo, sobre el movimiento político que puso fin a
la administración del Presidente Heureaux. Este ensayo y la ya aludida
semblanza de Enrique Henríquez, Secretario de Estado de Relaciones
Exteriores del régimen liquidado por la llamada Revolución de Julio,
valen por todo el libro. No es posible escribir el castellano con mayor
propiedad, limpieza y donosura; discurrir con más fluidez, ni aprovechar
mejor el valor exacto de las palabras: la semasiología. Del mismo modo
pueden juzgarse otros dos estudios que figuran en el libro: Sobre el
conflicto Dominico-Haitiano y La Religión y la Reforma Educacional.
Quien lea ahora estos trabajos de Lugo se dará cuenta de que en ellos
comienza a plantearse el grave conflicto ideológico que envuelve su
obra. Un invencible pesimismo sobre la suerte nacional del pueblo
dominicano, en el que no encuentra verdaderos elementos de aglutinación
social, de una parte, y, de la otra, la obstinada creencia de que sólo
por vías de descentralización administrativa, al estilo hostosiano,
podría salvarse el destino nacional de nuestro país.
Si la colectividad dominicana no había logrado encauzar su desarrollo
por caminos de superación social, y, en consecuencia, no respondía la
vida del grupo a las exigencias de una elemental constitución ética, no
era posible pensar que aquellas gentes, faltas por completo de un ideal
común de progreso, pudieran acomodar los fines de la administración
pública a las más avanzadas normas de gobierno, como lo hacen los
pueblos que están a la cabeza de la civilización, y que, por eso mismo,
han superado ya todas las modalidades de una conciencia social bien
integrada.
Decía Lugo en 1899:
"No hay que forjarse ilusiones sobre el valer moral del pueblo
dominicano. El valer moral alcanza siempre el límite de la capacidad
intelectual, y nuestra capacidad intelectual es casi nula. Una inmensa
mayoría de ciudadanos que no saben leer ni escribir, para quienes no
existen verdaderas necesidades, sino caprichos y pasiones; bárbaros, en
fin, que no conocen más ley que el instinto, más derecho que la fuerza,
más hogar que el rancho, más familia que la hembra del fandango, más
escuelas que las galleras; una minoría, verdadera golondrina de las
minorías, que sabe leer y escribir y de deberes y derechos, entre la
cual sobresalen, es cierto, personalidades que valen un mundo, tal es el
pueblo dominicano, semi-salvaje por un lado, ilustrado por otro, en
general apático, belicoso, cruel, desinteresado. Organismo creado por el
azar de la conquista, con fragmentos de tres razas inferiores o
gastadas, alimentado de prejuicios y preocupaciones funestas, impulsado
siempre por el azote o el engaño, semeja, mirado en la historia, uno de
esos seres degenerados que la abstinencia de las necesidades morales
lleva a la locura, en cuya frente no resplandecen ideales, en cuyo pecho
yacen, secas y marchitas, las virtudes; estatua semoviente que no
recuerda nunca la de Amnon. Pero semejar no es ser: el pueblo dominicano
no es un degenerado, porque, si bien incapaz de la persistencia en las
virtudes, tira fuertemente hacia ellas; porque aunque falto de vigor y
vuelo intelectuales, tiene todavía talento y fuerzas para ponerse de pié
y dominar gran espacio de la bóveda celeste; porque aún postrado y
miserable, está subiendo, peregrino doliente, el monte sagrado donde el
águila de la civilización forma su nido".
No obstante la débil esperanza que emerge del último párrafo de esta
cita, es evidente que el autor no se hacía, en 1899, cuando escribió sus
notas sobre política, muchas ilusiones sobre el valer moral del pueblo
dominicano. Todavía Lugo no era el historiador que fue luego y no
conocía, como las conoció después, tan ampliamente, las condiciones
históricas de la formación de su pueblo.
En septiembre del 1901, y dirigidas a las damas puertoplateñas, escribió
Lugo sus reflexiones sobre "La Religión y la Reforma Educacional". Aquí
se muestra todo penetrado de las ideas de su maestro, y propugna desde
luego, el sistema educacional del señor Mostos, antitradicionalista,
naturalista y racionalista. Refiriéndose al pueblo dominicano
nuevamente, dijo lo siguiente.
"No son religiosos los pueblos ignorantes; no pueden serlo. La
diferencia entre la religiosidad de uno de nuestros campesinos y uno
cualquiera de los conservadores ilustrados que impugnan la reforma, no
son más que diferencias de grado intelectual". "Los pueblos ignorantes,
serán supersticiosos, fanáticos, (tolerantes, inquisidores; pero no
serán, no podrán ser religiosos. En este sentido España, nuestra madre
amada, no es profundamente religiosa".
Escribía Lugo sus primeras reflexiones políticas en los momentos en que
se iniciaba el angustioso período de nuestra historia que corre entre la
muerte de Ulises Heureaux y la ocupación militar americana. El trágico
fracaso de la dictadura cavernaria de Lilis, dio paso y justificación a
los sistemas positivistas de Hostos, esperanzados sus mejores discípulos
en que por esos caminos se llegaría a la auténtica revolución deseada,
pero transcurrieron 16 años tenebrosos sin que de ningún modo se pudiera
conseguir el reajuste moral y material que tanto necesitaba nuestro
país, y sin que pudiéramos conjurar el caos que al fin terminó con la
gran tragedia del 1916.
En vísperas de esta tragedia, a sólo algunos meses de la caída, escribió
Lugo su trabajo más discutido: "El Estado Dominicano ante el Derecho
Público". Lo leyó en la Universidad de Santo Domingo para obtener el
doctorado en Derecho. Para nosotros es éste el más importante de todos
los numerosos ensayos políticos de nuestro eminente escritor y pensador.
No es muy extenso, pero descansa sobre una plétora de ideas
fundamentales. Para escribirlo necesitó el autor pasar varios años en
Europa descubriendo y fijando las verdaderas fuentes de la historia
dominicana. Este ensayo debe leerse y releerse varias veces para
gustarlo hasta sus esencias. El estilo es tan conciso y sustancioso como
el de Quevedo. Podría figurar en la mejor antología de la prosa
española.
Las conclusiones a que llega Lugo en este trabajo son desoladoramente
pesimistas. A no ser por la levantada conafianza en los destinos de su
país que demostró poco después frente a la ocupación militar, podría
decirse que en su tesis del 1916 quiso escribir el epitafio de la vida
nacional dominicana. Entonces sentó esta pesada conclusión:
“De la lección atenta de la historia se deduce que el pueblo dominicano
no constituye una nación. Es ciertamente una comunidad espiritual unida
por la lengua, las costumbres y otros lazos; pero su falta de cultura no
le permite el desenvolvimiento político necesario a todo pueblo para
convertirse en nación. El pueblo en que él se opera, aunque no
constituya Estado, está en vísperas de formarlo, va a fundarlo. Aquel en
que todavía no se ha operado, aunque proclame el Estado y lo establezca
y organice, no logra constituirlo. La infancia no puede ser adulta por
su propio querer. El Estado dominicano refleja lo que puede, la variable
voluntad de las masas populares; de ningún modo una voluntad pública que
aquí no existe. El pueblo dominicano no es una nación porque no tiene
conciencia de la comunidad que constituye, porque su actividad política
no se ha generalizado lo bastante. No siendo una nación, el Estado que
pretende representarlo no es un verdadero Estado".
A este negativo remate llegó la hastiada esperanza del gran dominicano,
cuando cifraba en los 46 años de su vida. Nacido en 1870, no había
tenido oportunidad de contemplar en su país un sólo momento de sensatez
nacional. Para estos mismos días del año 16 pronunció también don Pancho
Peynado su comentado discurso de los Juegos Florales. Andaba entonces
por los mismos senderos de desesperanza y escepticismo que conmovían el
alma de Lugo. No era posible entonces, en aquel luctuoso año, sonreir
satisfecho ante el porvenir de la República. Todos los presagios eran
angustiosos y nadie podía sentirse feliz.
Creemos, sin embargo, que la tesis de Lugo y la misma de Peynado,
estuvieron incompletas. Los dominicanos no hemos sido nunca los únicos
responsables de la incapacidad nacional de nuestro país. Los extranjeros
lo son en la misma medida que nosotros. En 1916 pagábamos el precio de
los desaciertos y desafueros de la Improvement, corporación
norteamericana tan responsable de la catástrofe financiera de Ulises
Heareaux, como éste mismo. En 1916 pagábamos, junto con nuestros errores
administrativos, la mezquindad y la falta de verdadero espíritu de
cooperación internacional con que el Gobierno de Washington negoció la
Convención del 1907. En 1916 llegamos al vórtice de la tempestad social
y política que significaron en la vida de este país los veintidós años
de ocupación haitiana.
Por mucho que se piense en todo esto no es posible concluir de manera
distinta a como lo hemos hecho otras veces: a principios del siglo XX
los dominicanos no podíaa representar otros valores que los derivados de
las formas sociales en que vivieron durante todo el siglo XIX que,
políticamente, se inició, para nosotros, en 1795, con el Tratado de
Basilea,
En 1916 no éramos una nación y, por lo tanto, no podíamos organizar un
Estado viable. Según Lugo el Estado proclamado en 1844 era un
natimuerto. La tesis merece nuevas consideraciones. El Tratado de
Basilea abrió las puertas de nuestro país a la influencia haitiana,
definitivamente establecida después de la derrota de las armas
napoleónicas. Toassaint, Dessalines y Boyer mantuvieron vigente en Santo
Domingo, por vías de un despotismo primario, la concepción haitiana del
Estado, hasta 1844. Vivimos 50 años sujetos a un régimen
desnacionalizante, de tipo materialista. Los haitianos nos gobernaron o
nos mediatizaron en todo ese tiempo, soterrando las raíces de nuestro
espíritu. Uno de los primeros actos administrativos de Boyer fue el
cierre de la Universidad de Santo Tomás de Aquino. Nosotros sufrimos el
impacto del materialismo francés de la Revolución, según lo
interpretaron y adaptaron a sus necesidades políticas los esclavos de la
Colonia Francesa que se hicieron independientes en 1804. Esto equivale a
decir que por espacio de 50 años sufrimos el imperio de la horda,
completamente impermeable a sentimientos de progreso moral y de
espiritualidad. Ese no fue solamente un período de estancamiento sino un
período de retroceso nacional. Poco faltó para que nos perdiéramos de
una vez.
Todavía no se ha estudiado concienzudamente la influencia de los métodos
haitianos de convivencia sobre el Santo Domingo español del siglo XIX.
Esos métodos se infiltraron devastadoramente en la conciencia grupal
dominicana edificada por España. De las excelencias del régimen
descentralizado de gobierno en que vivimos por más de tres siglos, bajo
la paternal tutela del Monarca español, pasamos al descarnado despotismo
—producto de la sangrienta rebelión de los esclavos contra los amos
blancos— con que nos gobernaron los grandes constructores del Estado
haitiano.
El mismo Lugo nos describe, con mano maestra, las caraeterísíicas del
gobierno español:
"Entre las excelencias del sistema colonial español merecen ser
señaladas la temporalidad de los cargos y el pase de una Audiencia a
otra; la residencia o examen de la conducta de todo funcionario cesante;
el favor acordado a la prueba testimonial, el derecho de constatación
por la Audiencia de los servicios prestados y la democrática costumbre
de escribir el súbdito directamente al rey. Regíase la colonia por las
famosas Leyes de Indias, perfumadas por el aliento de Las Casas. Si
permanecían mudas, hablaban las de Castilla. Del rey emanaban nuevas
leyes y cédulas, y ésas para seguir al derecho en su evolución; éslas
para explicar leyes Existentes".
Nadie osará negar qne hasta el Tratado de Basilea se vivió en Santo
Domingo en un ambiente netamente normativo y de acuerdo con un firme
sistema de autoridad descentralizada. Los juristas dominicanos de hoy,
hechos todos en los moldes del positivismo, no aprecian debidamente
aquella situación, porque no la conocen y apenas se han preocupado por
estudiarla.
Cuando nos independizamos de Haití, en 1844, éramos un país deteriorado,
sin raíces inmediatas ni en la tradición española ni en la tradición
positivista francesa. No teníamos conciencia nacional definida, porque
eso fue lo que desquició Boyer, siguiendo a Toussaint y a Dessalines,
con una política fríamente calculada para provecho del programa
expansionisía de Haití, destinado, desde luego, a obtener la unidad
política y social de la isla. Pero la conciencia nacional dominicana,
tan apagada entonces, encontró un medio activo de expresión: el de la
guerra. Los doce años de guerra contra el haitiano empeñado en
someternos nuevamente, dieron genuino relieve heroico a la nación
dominicana. Esa nación se formó guerreando y en la gran escuela de las
armas y de la inquietud encontró su eje. Cuando la anexión a España, la
esencia guerrera y levantisca de la nación dominicana volvió a hacerse
notoria con la guerra de la Restauración.
Si no había razón plausible para guerrear frente a poder extranjero,
entonces nos dábamos a la contienda civil, nos matábamos unos a otros,
sin tener en cuenta necesidades de otra índole, referentes a la
organización intrínseca del país en Estado. De eso no teníamos la culpa
nosotros mismos. Vivíamos como nos habían obligado a vivir desde que
fuimos un grupo. Nadie ha logrado describir con menos palabras y más
meollo el genio del pueblo dominicano que el mismo Lugo, en este párrafo
acertadísimo, en el que no sabemos qué admirar más, si la forma o el
fondo:
"La cruzada contra el usurpador proseguía sin cesar, atizada por las
declaraciones o rumores de guerra entre las metrópolis, pero nunca
extinguida por los tratados de paz. Sólo hubo tregua hasta cierto punto
cuando subió al trono de España un príncipe francés. Así se formó el
genio belicoso que aún anima hoy al pueblo dominicano, cuyos arreos y
descanso fueron siempre las armas y el pelear. A cada acto de usurpación
de tierras de parte del francés, respondía el español con otro de
sonsaca de esclavos franceses, con los cuales se fundaron pueblos como
el de los Minas. Montero, lancero y contrabandista, el criollo español,
bajo un gobierno semipatriarcal que toleraba y hasta encubría sus
fechorías contra los franceses, desarrolló las tendencias
individualistas de la raza española y los torpes instintos de la raza
africana. Valiente, fino y leal en yendo de España, solía mostrarse
cruel, jactancioso y servil con sus vecinos, a quienes no perdonaba
ocasión de vengarse por la usurpación del territorio".
Después de haber vivido así por espacio de más o menos dos siglos y
medio cayeron los dominicanos, desde los últimos años del XVIII, bajo la
tozuda influencia de los esclavos franceses, convertidos en gobierno y
Estado, por obra de la Revolución. El ensayo político de la anexión a
España no tuvo éxito. En 1865 se retiraron las tropas españolas y
volvimos al gobierno nacional. E1 primer Presidente de la nueva
República fue Buenaventura Báez, que no solamente se ausentó del país
durante el período completo del retorno de España para hacerle ojos a
Isabel II, sino que, cuatro años después de ser elegido, en 1869 firmó
un nuevo tratado de anexión con los Estados Unidos y finalmente les
arrendó la Bahía de Samaná. La guerra civil de los Seis Años, mantenida
por el Partido Azul contra Báez, se liquidó el 25 de noviembre de 1873.
Esta guerra tan prolongada, se alentó con la propaganda antianexionista,
pero parece haberse demostrado que entonces se negoció también, desde la
manigua, la anexión a los Estados Unidos con el Presidente Grant. El
senador Summer nos salvó de toda esa grave amenaza.
Caído Báez a fines del 1873, lo sucedió en el gobierno el General
González, aupado por la llamada Revolución de Noviembre. Su más
importante obra administrativa fue el famoso, desdichado y funesto
tratado del 9 de noviembre del 1874 con Haití, impuesto por la fuerza y
el dolo al pueblo dominicano. Mediante este instrumento creamos en la
frontera un peligroso estado de promiscuidad y confusión con la
barbarie, que se prolongó por veinticinco años y cuyas consecuencias no
pueden calcularse con exactitud.
Después de González nos gobernaron hombres como Francisco Ulises
Espaillat, Francisco Gregorio Billini y Fernando Arturo de Meriño.
Podría considerarse este período como el de la tentativa del gobierno
civil en Santo Domingo. Pero ninguno de estos hombres gobernó por sí
mismo, en virtud de sus propias fuerzas políticas y temperamentales,
sino por obra de combinaciones transitorias y advenedizas. La presencia
de los civilistas en el gobierno fue siempre un bien intencionado
movimiento de Luperón, que se encargó sistemáticamente de frustrar la
taimada intención de Ulises Heureaux, hasta que consideró llegado el
momento de ocupar él la posición directora para establecer el negativo
régimen que sostuvo hasta el 26 de julio de 1899. Puede decirse, temor
de mentir, que los últimos veinticinco años del siglo XIX transcurrieron
en Santo Domingo bajo la influencia de estos dos agentes igualmente
barbarizantes: el Tratado del 1874 y la inepta intención política de
Ulises Heureaux.
Es necesario pensar bien en qué condiciones transcurrió el siglo de los
Ochocientos en Santo Domingo para medir apropiadamente el estado de
abatimiento y retroceso moral en que se encontraba el pueblo dominicano
cuando amaneció nuestro siglo XX. ¿Cuáles eran los métodos de
reconstrucción política social que debían emplearse en el cuerpo de la
sociedad dominicana, al augurarse nuestro siglo, muerto el General
Heureaux?
Es en este aspecto de su obra en donde encontramos la grave
contradicción del pensamiento político del doctor Lugo. Del cuerpo
social dominicano de entonces no podía esperarse una súbita reacción que
hiciera posible la aplicabilidad de sistemas de gobierno netamente
científicos: Ya lo dijo con profunda claridad el doctor Henríquez en
1900:
"¿Queréis que un pueblo que ha vivido en la atmósfera de la inmoralidad
pública y la injusticia, que está inficionado de vicios, de errores
fundamentales, que no conoce más prácticas gubernativas que las que en
estas tierras han podido perdurar, las de la tiranía; que está revuelto
siempre por ideas subversivas contra el orden gubernativo instituido,
sea éste bueno o malo, poco importa; queréis que un pueblo semejante,
que carece en absoluto de tradición aprovechable y de educación se
convierta de un día a otro, surgiendo de la noche de los horrores todo
estropeado, harapiento, hambriento, con el rostro pálido y demacrado a
la mañana deliciosa de un despertar inesperado, se convierta, lo
repetimos, en un pueblo adulto, robusto y sano, lleno de vigor moral,
con ideas justas, con nobles propósitos, con hábitos sociales y
políticos que le permitan dar en su nuevo género de vida la misma
notación de los pueblos que como Suiza, Inglaterra y los Estados Unidos
de América, no sólo necesitaron siglos para llegar ahí, sino que
contaban con elementos étnicos superiores y una adaptación lenta y
natural al medio geográfico y al medio internacional?".
Esa transición resultaba verdaderamente quimérica. Pero queriendo hacer
viable aquella quimera consumieron sus mejores energías y sus mejores
esfuerzos los discípulos del señor Hostos hasta la fatal caída del 1916.
El materialismo y el naturalismo hostosianos no podían ser los motores
de la gran revolución social que necesitaba la vida común del pueblo
dominicano. El racionalismo, mera abstracción filosófica, no tiene
sentido social ni político. Esto se comprobó plenamente con el fracaso
político de la Revolución Francesa, que no logró fundar en Francia un
régimen institucional divorciado de la tradición, de la historia y de
los sentimientos sociales del pueblo francés, como pretendieron, en su
delirio racionalista, los jacobinos y la Convención Nacional.
Desde 1899 al 1916 no hubo en Santo Domingo un solo gobierno que
ejerciera el poder por la entrega pacífica y democrática que del mismo
le hiciera otro gobierno. En ese lapso no se realizó ninguna operación
administrativa destinada a satisfacer una sola de las aspiraciones
sociales del pueblo dominicano. Pero debemos también decir, en abono de
nuestra capacidad de gobierno, que tampoco la realizó el régimen militar
norteamericano que nos gobernó durante ocho años. Ninguna duda cabe de
que a la creación de este estado de cosas contribuyó poderosamente la
falta de una verdadera asistencia internacional en la solución de
nuestros angustiosos problemas internos.
El racionalismo hostosiano, convertido en gobierno después de la caída
de Heureaux, trató de cortar por la raíz la mejor influencia de que
podía valerse en Santo Domingo el poder para moderar el pronunciado
matiz individualista de los dominicanos: la influencia cohesiva de los
sentimientos religiosos. Sin esa influencia vivimos todo el siglo XIX, y
sin esa influencia comenzamos a vivir en la presente centuria por obra
del materialismo hostosiano. En la misma forma se procedió respecto de
otras creaciones del individualismo, exacerbadas por la escuela
constitucionalista del ilustre pensador puertorriqueño.
En 1900, refiriéndose, precisamente, a un extenso artículo de Ámérico
Lugo, publicado en alcance al número 62 de "El Nuevo Régimen", planteó
el doctor Henríquez y Carvajal el problema de la influencia hostosiana
en el gobierno. Se debatía entonces aquella potente figura, como
Ministro de Relaciones Exteriores del primer gobierno de Jiménez, contra
la insensatez suicida de una oposición que no entendía, o que fingía no
entender, los conflictos internacionales, de tipo económico que
agobiaban al gobierno y al país. El artículo de Lugo, bien intencionado
y bien orientado, dio oportunidad al Ministro para exponer, en tres
artículos publicados en "La Lucha", ediciones de abril, su pensamiento
sobre la cuestión palpitante: el reajuste con la Improvement.
En el primero de esos artículos escribió el doctor Henríquez estos
párrafos videntes:
"Esa obra magnífica de la transformación del medio social por la
creación de un personal docente convencido y abnegado, que obrara sin
descanso y con fervor, esa es la obra del infatigable predicador, de
Hostos y de su Escuela Normal, de su escuela constitucional.
Precisamente, en esa obra se afanaron y de esa obra surgieron la mayor
parte de los elementos intelectuales que están empeñados hoy en la
dirección, conservación y perfeccionamiento de la actual situación
política. Y es ocasión de que todos prueben que han crecido en una
escuela que tiene cohesión y homogeneidad y resistencia en la lucha por
la solidaridad de los principios.
Pero el Gobierno actual se ha propuesto y está realizando lo que en
realidad es una obra capital. No basta haber leído buenos libros, haber
asistido en el banco de la escuela a las brillantes lecciones del
maestro, ni aún escribir bellos artículos y felices disquisiciones sobre
las consecuencias que hayan de derivarse de la implantación de los
buenos principios, no; se necesita traer a la realidad de la vida la
concepción teórica de la verdad científica, natural y sociológica; se
necesita demostrar por medio de la realización diaria la eficacia de
aquellos principios y acreditar las instituciones democráticas por medio
de su ejecución constante".
Quería decir el Ministro a quien hacían fracasar la incomprensión de sus
compatriotas y el germen de demagogia y retórica que palpitaba en el
fondo del hostosismo, que con la simple acción de los maestros de
escuela, por mejor preparados que éstos salieran de La Normal, no era
posible resolver los agudos problemas económicos y sociales que
agobiaban al famélico pueblo dominicano. La solución de esos problemas
requería más rapidez, más energía y más sentido práctico que los que un
maestro de escuela podía aportar en aquellos momentos. La situación era
urgentísima y no podía afrontarse al largo plazo que envolvía la
preparación de los maestros para encararse con ella. El país se hundía
rápidamente en el caos de la anarquía, el desorden y la incapacidad de
gobierno. Para salvarle sobraban entonces las ideas y hacía muchísima
falta el espíritu de sacrificio, que no podía esperarse de un pueblo
retrógrado, hambriento y atrasado en por lo menos cien años de la época.

Para suplir las deficiencias morales y la carencia de abnegación de que
daba muestra continua el pueblo dominicano era necesario recurrir a
procedimientos más eficaces y expeditivos que el de esperar que los
maestros pudieran salvar al país, como pretendió el señor Hostos. Sólo
por vías de progreso material, mediante el fomento de la riqueza y la
creación de una economía eficiente y autónoma, podría obtenerse la
fundación de verdaderas instituciones en Santo Domingo. Es muy difícil,
en efecto, que la miseria y el atraso puedan sostener altos niveles
morales ni en los individuos ni en los pueblos, que no son, al fin, sino
suma de individuos.
La única Revolución posible en Santo Domingo la hemos visto realizarse
ya. Ha sido el resultado de una genuina comprensión de nuestras esencias
sociales. Nadie podría desconocer hoy la indiscutible eficacia del
régimen institucional vigente en nuestro país. Todo cuanto echaban menos
los pensadores políticos de principios de siglo en la fracasada
organización política de la Nación, está ahora en viva capacidad de
funcionamiento. En el corto espacio de veinte años se han transformado
todas las deficiencias de la administración pública, para convertirse en
innegable expresión de servicio. Por donde quiera que se enfoque el
decurso de la vida social dominicana, se la encontrará impregnada de un
nuevo sentido de eficiencia muy distante de la penuria, el malestar y la
cortedad que nos distinguían y caracterizaban antes.
Eso no se ha obtenido con los maestros de escuela, ni por vías de
descentralización ficticia y teórica. El resultado social y político en
que nos encontramos es, por el contrario, obra desuna sola voluntad
creadora, de una suprema concentración de energías, de una
imprescindible concentración de tiempo y de una fe ciega en los destinos
de la Nación: todo eso es Trujillo.
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III
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En 1903 apareció Heliotropo, el segundo libro de Américo Lugo. Opina
Pedro Contín Aybar que este libro, escrito en prosa, reanimó nuestra
poesía de principios de siglo. Poemas cortos, de tipo simbolista, en los
que se solazó el exquisito temperamento del autor. "Ningún libro nuestro
de poesía contiene tanta corrección, tanta belleza, tal pulcritud", dijo
el crítico. Pellerano Castro, en un bello gesto de sinceridad, expresó
de esta manera su juicio sobre Heliotropo: "no puedo poner en mi verso
toda la poesía que hay en tu prosa". Nuestra preferencia por los poemas
de Lugo, se la lleva el que tiene por título A mi Pluma. En general, la
trabajada prosa de Heliotropo es meramente preciosista y sólo enseña los
sentimientos artísticos del autor. No es, desde luego, lo que
fundamentalmente nos interesa de la obra examinada.
Con estos dos libros de principio de siglo conquistó Lugo su
indiscutible título de primer escritor dominicano. Es difícil, en
verdad, decir cuál pueda ser el primer escritor de un país, pero en este
caso concreto, todos se pusieron de acuerdo para conceder el galardón.
En medio de las agitaciones intestinas de la época, se vivieron estos
primeros años del siglo con una relativa holgura literaria. Entonces
surgieron algunos de los mejores títulos de nuestra literatura:
Galaripsos, Siluetas, Ciudad Romántica, Horas de Estudio, La Sangre,
Miserere, Never More, Cuentos Frágiles, Cantaba el Ruiseñor y otros más.
No insistimos aquí, desde luego, en A Punto Largo... y Heliotropo.
En el transcurso de este mismo período trabajó afanosamente Américo
Lugo. Sus mejores defensas son de esta época, como las que produjo en la
renombrada litis Vicini-Alfau y las relativas al esclarecimiento de la
Concesión Ross. En 1909 escribió y publicó su formidable introducción a
Flor y Lava, la primera de las selecciones que se hicieron de las obras
de Martí. En las páginas escogidas no hay una que supere la magnífica
estructura de la prosa en que está escrito el Prólogo del escritor
dominicano. Lo escribió en París.
Queremos hacer notar la circunstancia de que la primacía literaria que
se reconoce en la producción de Lugo, no es resultado del aislamiento.
Floreció junto a un nutrido grupo de escritores y en época de verdadera
agitación literaria. Creemos firmemente que La Sangre es la mejor novela
dominicana y que Horas de Estudio no ha sido superada todavía en Santo
Domingo, como obra de crítica literaria. Galaripsos ha resistido
victoriosamente la crítica de más de cuarenta años. No creemos, por otra
parte, que ninguno de los trabajos de Lugo sea mejor que uno cualquiera
de los que acabamos de citar; pero, en conjunto, la obra de Lugo, muy
dispersa y muy abundante, no tiene comparación con ninguna otra, por la
igualdad del estilo, invariablemente magistral; la diversidad de los
temas que abarca y el caudal de cultura que la vivifica.
Si la obra de Lugo aparece a veces contradictoria y un tanto
anarquizada, ello se debe, sin duda, al hecho de que el gran escritor
trabajó sin preocuparse demasiado de sus propios antecedentes y a que
nunca perdió sus hábitos de abogado. En el fondo de cualquier escrito de
Lugo, si no es puramente expresivo, se encuentra el rastro de su
espíritu esencialmente polémico y combativo.
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IV
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La Cuarta Conferencia Panamericana tuvo lugar en Buenos Aires en 1910. A
la Primera de Washington (1889-90) no asistió la República, porque el
Presidente Heureaux eludió intencionalmente la invitación. A la Segunda
de México (1902) llegamos tarde y a tiempo sólo de firmar los
instrumentos convenidos. El Presidente Jimenes envió a Federico
Henríquez y Carvajal y a Miguel Ángel Garrido. A la Tercera Conferencia
de Río de Janeiro fue el lienciado Emilio C. Joubert, pero tampoco llegó
a tiempo. En la Cuarta nos representó Américo Lugo, enviado por el
Presidente Cáceres. Nuestro delegado pronunció en esta ocasión dos
discursos que todavía se citan y recuerdan con piezas primordiales en
los anales del panamericanismo. La palabra de Lugo conmovió la
Conferencia en forma que no ha vuelto a repetirse haste ahora. Los
comentarios de la prensa argentina favorecieron grandemente la actitud
del delegado dominicano, aplaudiendo sin reservas sus dos discursos.
Pero aquella voz resultó destemplada para el panamericanismo ortodoxo y
egocentrista que desarollaba entonces la más importante Cancillería del
Continente. La prensa americana criticó con fuerza los discursos
dominicanos.
En cuarenta años ha evolucionado muy profundamente la organización
jurídica y política del ámbito internacional americano. Las dos guerras
generales que en ese lapso conmovieron a la humanidad, aceleraron
vivamente el proceso de la organización regional. Pero falta saber si en
ese desmesurado proceso, de tipo encialmeníe político, se movieron
alguna vez auténticos sentimientos de superación social. Se han unido
los Gobiernos en ena instrumentación externa, pero nuestros pueblos
siguen tan distanciados y desunidos como antes, porque sus diferencias
económicas y sus profundas disparidades sociales no han sido
contempladas todavía con espíritu internacional. En el transcurso de los
sesenta años del panamericanismo la gran nación del norte tiene
alcanzada la meta de un desarrollo colosal, sin precedentes en la
historia humana; mientras las naciones del sur vegetan en el marasmo de
un atraso que no acierta a resolverse por ningún medio de colaboración.
Quien lea ahora, a la distancia de casi medio siglo, los dos discursos
sobre el bienestar general, los encontrará impregnados de actualidad y
tan vivos como en 1910. Hizo notar entonces nuestro delegado a la Cuarta
Conferencia Panamericana la enorme distancia social que existía entre
los pueblos de América y la urgente necesidad en que estaban sus
gobiernos de elaborar y cumplir un programa de colaboración que real y
efectivamente nos uniera por el progreso y el bienestar de todos.
Propuso e insinuó que se descentralizara el panamericanismo de acuerdo
con los orígenes sociales, históricos y etnográficos de las tres
regiones caracterizadas del hemisferio, para que así "el superior
sentido del ideal panamericano invocado en estos congresos" pudiera
nutrirse con la savia natural y espontánea de la geografía y de la
historia.
No es posible, en efecto, nivelar con el mismo rasero las necesidades de
grupos tan disímiles como son el hispánico y el anglosajón,
desarrollados en América a través de sistemas y sentimientos sociales
que no tienen semejanza posible.
Pensaba el delegado dominicano que el panamericanismo debía evolucionar
hacia una síntesis culminante que no prescindiera de las raíces étnicas
y sociales de cada grupo, considerado en sí mismo y sin referencia a la
particularidad nacional e institucional de los veintiún países
constituidos en América. La unidad no debía buscarse en el localismo
meramente político, sino en la esencia universal de cada una de las
grandes divisiones etnológicas del Continente: la hispánica propiamente
dicha, la anglosajona y la lusitana. De esa manera se evitaría el
difícil escollo de la parcelación geográfica de tantos países que no
podrán encontrar jamás, en sus propias deficiencias, el germen del
progreso y del bienestar. Esa era además, la única posibilidad de
compensar, hasta cierto puntos las interferencias de un grupo sobre
todo, cuando las circunstancias favorables de su desarrollo lo colocaran
en condiciones de prepotencia.
Lugo hacía referencia a una especie de panamericanismo confederado,
producto del subregionalismo en que está dividida la formación social
del Continente. Antes de entrar en la gran confederación panamericana,
los países libres de este lado del Atlántico debían coordinar sus
intereses en vista de su significación histórica. Así podrían comparecer
en la organización general representando un conjunto capaz de
satisfacer, por sí mismo, todo un orden social, jurídico, político y
económico, fatalmente subvertido por la fragmentación fronteriza. Las
naciones hispanoamericanas antes de adquirir la independencia política
constituían, en conjunto, la unidad de un régimen de convivencia
civilizada. El individualismo propio de la raza ibérica, las
dificultades topográficas de la región en que evolucionaron aquellos
pueblos y la influencia más aparente que efectiva, de la Revolución
Francesa en sus sentimientos independentistas, rompieron el equilibrio
de la comunidad que creó, en estas comarcas americanas, el espíritu
universalista del Imperio Español. Las provincias se transformaron en
Estados, pero la transformación se produjo a costa de la unidad. La gran
nación iberoamericana se fragmentó en un semillero de pequeñas entidades
y es bien sabido que, en política, el microorganismo no tiene sentido
trascendental.
La tesis de Lugo se perdió en el vacío que le hizo el Congreso. No podía
suceder otra cosa. En 1910 aquella voz sólo pudo revestir entonación
platónica, para estrellarse contra la pétrea estructura de la realidad
circundante. El panamericanismo de entonces, convertido ahora en un
elaborado sistema de organización internacional americana, siguió la
marcha iniciada en 1889. La prístina intención del Secretario Blaine no
se alteró: no podía alterarla el reclamo de un pobrecito delegado
dominicano de 1910. Tampoco pudo hacerlo el intento mucho más proficuo,
de Sociedad de Naciones Americanas, prohijado por el Presidente Trujillo
en 1936.
Es evidente, sin embargo, que el espíritu de asociación no ha prendido
todavía en las relaciones internacionales de las repúblicas sureñas. No
existe entre ellas élan imperialista. Resulta difícil, por otra parte,
integrar un sistema de colaboración hispanoamericana, en vista de las
enormes dificultades que obstaculizarían semejante propósito. Esas
dificultades no podrán superarse en mucho tiempo, por su diversidad y
por su naturaleza. La primera gran falla del espíritu hispánico en una
América libre fue la de abordar el grave problema de la emancipación
política por vías improvisadas: el materialismo francés de la Revolución
nos condujo derechamente a la fragmentación provincial, destruyendo de
momento la mística hispánica que nutrió nuestras conciencias por más de
trescientos años.
Los Estados Unidos procedieron de muy distinta manera. La Revolución
Americana, que no tuvo proyecciones mundiales como la de Francia, se
adelantó a esta última y no se dejó influir en ningún momento por su
ideología materialista. Los americanos del norte conservaron incólume el
sentido tradicional de su formación y lograron, sin esfuerzo,
convertirlo, más tarde, en un sistema de mística nacional, netamente
imperialista, que les permitió aglutinar y asimilar, para su provecho
colectivo, los elementos indispensables a la mayor y más potente
concentración de fuerzas nacionales conocida en la historia del mundo.
Nadie podrá negar que la independencia hispanoamericana constituyó un
fenómeno de dispersión social y política, mientras que la de los Estados
Unidos polarizó un fenómeno de cohesión, magistralmente sustanciado en
el sistema federal.
Es notoria, además, la circunstancia de que las mejores conquistas de la
orga­nización continental, proceden de la convivencia hispanoamericana.
Tales son, por ejemplo, el principio de no intervención, con sentido
absoluto; la obligato­riedad del arbitraje y la ausencia total de la
guerra de conquista, realidad viva y activa de las relaciones
hispanoamericanas desde que éstas se fundaron en 1810.
A todas estas reflexiones nos conduce la lectura de los dos grandes
discursos de Américo Lugo sobre bienestar general. Esos discursos
permanecerán aislados en la historia del Panamericanismo, pero, esta
historia no podrá escribirse sin referencia a la voz dominicana de 1910.

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V
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Terminada su actuación en Buenos Aires, se trasladó Américo Lugo a
Sevilla para continuar, en el Archivo de Indias, las importantes
investigaciones que sobre la historia de Santo Domingo había iniciado en
París. Los primeros frutos de esa ardua tarea los comenzó a publicar don
Emiliano Tejera en 1913. Por primera vez un dominicano estudiaba la
historia de su país en las mismas fuentes de su documentación. El hecho
tiene enorme trascendencia.
Lugo inauguró el período científico y depurado de los estudios
históricos en Santo Domingo. Antonio Del Monte y Tejada y José Gabriel
García, sus dos grandes antecesores, trabajaron con muy pocos recursos,
aunque suplieron, sobre todo el último, con profundísima vocación
dominicanista la falta de referencias documentales. La Historia de
García ha ejercido tanta influencia en la formación del espíritu
nacioaal, como cualquiera de los hechos más notables de nuestra vida
pública. Su intuición de historiador coloca a García entre la más
auténtica proceridad dominicana
Pasma y sorprende la consagración benedictina con que Américo Lugo
abordó la copia de documentos y el tino que puso en la selección de los
mismos. Copiaba personalmente, de su puño y letra, los papeles que
descubría, sin encomendarlos a copistas profesionales, que no ponían, en
su trabajo, ni pasión ni ardores de dominicanidad. El escritor trabajaba
para sí mismo, con el fin de documentar su Historia de Santo Domingo. De
esta obra solo alcanzó a escribir la parte que, ahora se entrega al
público.
Es lástima que aquella labor quedara trunca, porque de haberla
terminado, habría escrito Américo Lugo la obra capital de su vida y,
probablemente, la obra capital de su generación. No obstante, con lo que
copió, rindió servicio incalculable a quienes, después de él, emprendan
el trabajo de retratar el pasado de esta isla, mil veces gloriosa. Desde
hace más de doce años están publicándose las selecciones documentales de
Lugo en el Boletín del Archivo General de la Nación, y todavía no se
logra el fin. Aunque la publicación no puede considerarse como un
dechado de técnica, su utilidad es evidente y salta a la vista de todos.

Para juzgar a Lugo como historiador es necesario tomar muchas
precauciones. Algunos escritores lo tildan de apasionado, cuando se
produce sobre temas de nuestra historia republicana. Recientemente, en
su libro Literatura Dominicana, Joaquín Balaguer, lo encasilla entre los
sanchistas y le toma cuenta de sus opiniones contra Duarte. La huera
polémica planteada desde hace tiempo entre duartistas y sanchistas la
hemos visto siempre como cosa de muy mal gusto y de muy segundo orden:
episodio de menor cuantía. Aún cuando sea cierto que Lugo interviniera
en semejante discusión, su actitud no sería sino pequeño lunar en la
inmensa extensión de su trabajo de historiador. Admirar y querer a
Sánchez, defender su jerarquía histórica y exaltar sus méritos no
equivale, exactamente, a ser sanchista por partido, ni a ser
antiduartista, también por partido. Los muertos no tienen capacidad para
activar pasiones y cuando dejan este mundo sumidos ya en el seno de la
inmortalidad, tienen derecho al descanso y a que la chabacanería de los
vivos no turbe el reposo de sus tumbas sagradas. A Américo Lugo nadie
podría señalarle un solo rasgo de cursilería. Su distinción innata, su
fino espíritu de selección y su alquitarado buen gusto lo alejaron
continuamente del lugar común y de la mezquindad intelectual. El gran
fondo de la obra literaria de Lugo lo dan, afortunadamente, su grandeza
de alma y su hombría de bien.
Entiéndase bien, sin embargo, que la historia es evolución y movimiento
y que el fetichismo es tan peligroso como el error mismo en la
apreciación de figuras y sucesos históricos. La distancia crea
perspectivas nuevas en el estudio del pasado y el pensamiento de una
generación no basta para fijar definitivamente los relieves de ciertos
acontecimientos fundamentales. Tal sucede, por ejemplo, con el conjunto
de hombres y hechos que contribuyeron a crear la Independencia
dominicana. El asunto está pendiente de revisión y depuración. Nuestra
independencia política revistió caracteres muy complejos que no han sido
suficientemente estudiados todavía. Cuando hablamos de la Independencia
nos referimos, desde luego, al fenómeno
Independencia-Anexión-Restauración, que todo es uno en el plano social
de nuestro país.
Después de su labor colosal de reconstrucción histórica relativa al
largo período hispánico, Américo Lugo no tuvo tiempo ni holgura para
trabajar sobre el período republicano de nuestra historia. Cuando se
encontraba en Washington, hurgando los archivos de aquella capital, a
fin de completar su trabajo de investigación, lo sorprendió en 1916, la
noticia del desembarco de tropas estadounidenses en Santo Domingo, y ya
no tuvo otra mira que la de enfrentarse, como dominicano a la grave
situación creada por el Presidente Wilson con aquella providencia tan
desgraciada. Regresó entonces al país con el ánimo dilatado por el deseo
de servirle en los momentos más difíciles y obscuros de su historia
nacional. Esto quiere decir que el investigador se separó de su
trayectoria sin llegar a completarla. Esta circunstancia nos impide ser
tan confiados en sus juicios sobre la historia moderna, como lo somos
respecto a sus juicios sobre la anterior.
Para trabajar sobre el período español fue a Sevilla; para trabajar
sobre el período francés anterior a la formación haitiana, fue a París.
Comprendió a tiempo que no sería posible darse cuenta del proceso de la
formación dominicana sin referirlo convenientemente a la influencia que
en el mismo tuvo la vecindad con la colonia francesa. Para este fin
emprendió la tarea de esclarecer, al mismo tiempo, las fuentes de la
dualidad social, política e histórica existente en la isla de Santo
Domingo. Los resultados de esta lógica posición han sido aprendentes. El
tomo 13 de la Colección Trujillo, publicada en 1944, es una muestra
clara de la utilidad de los trabajos de Lugo sobre la historia de la
Colonia francesa de Santo Domingo, en sus relaciones con el Santo
Domingo español. Los documentos no fueron agotados en aquella
publicación, y aún permanece inédita una larga serie de ellos, relativos
al movimiento de los dos centro de población durante el siglo XVIII.
No sería aventurado afirmar que Américo Lugo fue el primer dominicano
que conoció a fondo la historia de la isla y el primero que se aprovechó
de ella para crear, con base estrictamente científica, los estudios
sociales en nuestro país. No hablamos al azar. Las páginas del tomo que
ahora aparece a la luz pública, no dejarán mentir.
No perdamos de vista, para apreciar correctamente la obra de Lugo, su
condición de historiador y el largo tiempo que pasó en los archivos
europeos estudiando las fuentes históricas de nuestro país. Con esta
labor se completó el iniicio de su formación, completamente impregnada,
en su última época, del espiritualismo historicista que engendra el
conocimiento metódico y riguroso del pasado de un pueblo. Sobre esa base
—completamente ajena al materialismo hostosiano de que tanto se resintió
la primera época de la obra de Lugo— descansa el más brillante período
de esta vida tan consagrada al pensamiento y al amor.
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VI
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El pensamiento político de Américo Lugo llegó a la culminación de su
vitalidad, cuando el insigne escritor se enfrentó con el hecho de la
ocupación militar de su país por tropas de los Estados Unidos. Para
seguir en toda su extensión y en toda su profundidad la labor realizada
entonces por Lugo, sería necesario escribir un libro. El período está
oscuro, y hasta ahora no se ha comenzado a trabajar sistemáticamente en
el esclarecimiento histórico del mismo.
Cuando se dio cuenta Lugo de los verdaderos alcances del desembarco,
decidió regresar a Santo Domingo, "a trabajar por España". La persona a
quien expresó este propósito, en Washington, no comprendió, de momento,
ni su significación ni si hondura. "Para trabajar por España, no
necesita ir usted a Santo Domingo. Mejor lo hará desde aquí mismo". Mi
deseo no es trabajar por España como español, sino como dominicano. Para
ello necesito estar en Santo Domingo, porque remover ahora las raíces de
nuestro espíritu equivale a trabajar por el resguardo de una
nacionalidad que está a punto de quebrar para siempre". Poco tiempo
después se fundó, por diligencias de Américo Lugo, y orientada por él,
La Casa de España en Santo Domingo, si no recordamos mal, la fecha de su
fundación es del 1917. El funcionamiento de este instituto tuvo visible
repercusión en la conciencia civil dominicana, aherrojada por la
ocupación militar extranjera.
Hacemos referencia del asunto, sin embargo, para asociarlo al proceso de
la última posición mental de nuestro escritor. Trabajar por España,
tratar de levantar los valores morales y sociales del hispanismo en
Santo Domingo, mientras este país sufría el más serio colapso de su
autonomía, era lo mismo que reconocer la necesidad política de fundar
sobre la tradición y la historia el mejor sentido de la nacionalidad
dominicana. La posición de Lugo resultaba, pues, negatoria de toda la
influencia que hasta entonces había recibido él de su Maestro, el señor
Hostos.
Y no podía ser de otra manera. Frente al hecho de la ocupación militar,
el materialismo hostosiano resultaba impotente para construir una
doctrina nacionalista capaz, por sí sola, de desnaturalizar el hecho
mismo de la ocupación. Los materiales de esa doctrina no podía
suministrarlos sino la tradición; eso que Hipólito Taine llama el título
de la antigüedad, los principales prejuicios de una sociedad, que
proceden todos del pasado, de la sabiduría de los siglos. Nadie estaba
mejor preparado que Américo Lugo para apreciar y desentrañar las más
recónditas raíces espirituales del pueblo dominicano. Frente a la
ocupación militar, surgió, entero y sin trabas el gran historiador que
ya se había integrado en aquella personalidad.
Desde que apareció el semanario Patria, la tribuna nacionalista que se
creó Lugo para combatir los fines de la intervención extranjera, se
definió su pensamiento político en este sentido, netamente historicista.
El primero de los editoriales del periódico expuso todas las modalidades
de la tesis dominicanista de Lugo. Más luego siguió aquella pluma
magistral, inconfundible, heroica, martillando sobre los innegables
derechos históricos del pueblo dominicano a la libertad, hasta dar con
la humanidad del escritor en las barras del tribunal militar. Ese primer
editorial de Patria (abril del 1921), es una de las más entrañables
páginas que se hayan escrito en América. Breve y tajante, contiene, sin
embargo, el análisis completo de la posición nacional dominicana frente
a la ocupación militar. El editorial es un recuento de los títulos de
antigüedad con que contaba el pueblo dominicano para gobernarse por sí
mismo. Todos esos títulos los extraía el editorialista, desde luego, de
las canteras del pasado, base y soporte, según Taine, del presente, en
todo orden social bien establecido.
Si se ahonda un poco en el examen de la posición ideológica de Lugo, se
notarán los numerosos rasgos de semejanza que existen entre la doctrina
del pensador dominicano y la de Benedetto Croce llamada de idealismo
histórico o del historicismo absoluto. Nótese, no obstante, que Lugo
escribía frente a una situación histórica y política concreta, como fue
la que creó el desembarco de tropas norteamericanas en Santo Domingo,
mientras que Croce hacía referencia al panorama general de la historia
para desentrañar las conclusiones de su doctrina. El historiador
dominicano se sirvió de su tesis como instrumento de dialéctica contra
un hecho de fuerza, irresistible por otros medios que no fueran los que
proporciona el poder de la verdad, debidamente expresada: ese poder es
abstracto y puramente espiritual.
Para Benedetto Croce "la historia aparece como el único juicio portador
de la verdad, incluyendo en sí la filosofía, pues la filosofía no puede
vivir fuera de la historia y no se manifiesta más que como historia".
Croce y Vico concuerdan en la afirmación de que la historia es la única
realidad, comprendiendo en esta categórica expresión el devenir mismo de
la vida individual y de la conciencia humana. Este solipsismo se conoce
hoy con el nombre de existencialismo.
Américo Lugo adoptó la misma postura existencialista para combatir la
ocupación militar norteamericana.
Al estilo de Croce, Américo Lugo definía la historia como expresión de
cultura. La historia política no tiene sino carácter de unilateralidad
muy vago por cierto, en el conjunto de la historia de la civilización.
En este sentido era claro que el pueblo dominicano, el de más antigua
formación en toda América, representaba, en 1916, un sistema de cultura
y de civilización, más maduro que el de los mismos Estados Unidos. Nada
influían en esta conclusión la pequenez material y la pobreza de la
República Dominicana. Nosotros nos habíamos integrado dentro de la
órbita de la cultura hispánica y, por esa sola circunstancia, contábamos
con tradición y antecedentes históricos de primer orden en el ensamble
de la organización política contemporánea. El derecho a la existencia y
nuestra existencia misma eran un imperativo histórico. Para
garantizarnos la libertad y aun el respeto de los Estados Unidos, los
dominicanos no debíamos actuar de otra manera que como nos lo ordenaba
el proceso de nuestra integración cultural, fundamento de la existencia
colectiva del pueblo dominicano. Si queríamos realmente salvarnos
debíamos seguir una regla inmutable: no colaborar con los fines
esenciales que movieron a los Estados Unidos a desembarcar tropas en
Santo Domingo y a establecer en este país un Gobierno Militar. La
confusión era muy peligrosa porque del contacto de las dos culturas
yuxtapuestas podía surgir la pérdida del elemento más débil, que éramos
nosotros y nuestra nacionalidad.
Este criterio extremo tuvo sus inconvenientes. Las exigencias de la
práctica convivencia humana hacían muy difícil la aplicabilidad del gran
principio de la abstención. No se puede gobernar un país durante ocho
años sin contacto y relaciones entre gobernantes y gobernados.
Para comprender a fondo la ideología nacionalista de Américo Lugo, de
tipo "ético-histórico", según la hemos definido ya, creemos necesario
reproducir íntegramente a pesar de su extensión, y con las excusas del
caso, el famoso editorial del 1921. La página no tiene desperdicio:
"Sea cual fuere el grado de aptitud política alcanzado hasta ahora por
el pueblo dominicano, es indudable que existe una patria dominicana. Los
españoles, al mando, al principio, del Gran Almirante, descubrieron,
conquistaron, colonizaron y civilizaron las Indias, y primero y muy
principalmente esta maravillosa Isla Española. Entre nosotros, pues, ha
brillado la luz del Evangelio, e impreso su belleza el arte y derramado
la ciencia sus inapreciables dones, siglos antes que en Washington,
Boston y Nueva York. Fuimos y somos el mayorazgo de la más grande entre
las nacionalidades de la Edad Moderna. La incipiente nacionaliodad
lucaya puede simbolizarse en la frágil y como etérea constitución
fisiológica del dulce lucayo: pereció y se extinguió con éste sin dejar
siquiera un solo monumento artístico y literario que la historia pudiese
colocar sobre su tumba.
Ovando y Ramírez Fuenleal poblaron nuestro suelo de monasterios e
iglesias que desde la cumbre de tres siglos miran altivamente a Trinity
Church y San Patricio; y de palacios y alcázares soberbios, cuando
todavía América, medio sumergida en el seno de los mares y velada la faz
por el velo del misterio, casi no era sino un fabuloso cuento de hadas.
Santo Domingo de la Mar Océana fue el brazo potente que sacó de las
saladas ondas a esta encantadora mitológica Venus del planeta, servicio
tan notable ciertamente, y más, si cabe, para la humanidad, y tan
español, como la detención del turco en Lepanto, porque ese brazo estaba
animado y fortalecido por corazón, cerebro y alma iberos. Ya estaban
bien caracterizados los elementos que, andando el tiempo, debían
constituir la nacionalidad dominicana, cuando los bravos lanceros del
conde Meneses dieron al traste con el ejército traído por la poderosa
flota inglesa de Venables, vengando de terrible modo el ultraje que
sesenta años antes había hecho a sus hogares el príncipe de los piratas,
sombrío inspirador de la Dragontea. La lucha secular entre las
posesiones españolas y francesas de la isla, no hizo sino afianzar en
aquellas el espíritu propio, estrechar la comunidad de intereses e
ideales y acendrar el amor al terruño. En vano hacían las paces España y
Francia allá en la lejana Europa; perpetuaba el estado de guerra en la
isla, el odio de los habitantes de la parte española a los intrusos
franceses. La primera afirmación incontestable y notable proeza de la
nacionalidad o sea del pueblo dominicano como personalidad propia y
diferenciada de todo otro pueblo, aún del mismo que es su progenitor
insigne, fue la Reconquista, efectuada contra los franceses en 1809: con
ella borró con su espada el caudillo dominicano Don Juan Sánchez Ramírez
una cláusula festinada y complaciente del Tratado de Basilea e impuso a
la Madre Patria su amorosa y heroica voluntad. Ese mismo espíritu dio en
1821 un paso hacia la independencia olítica, aspiración necesaria a toda
nacionalidad en formación y que luego de realizada se convierte en
condición vital sin la cual el espíritu nacional decae, languidece y
muere. La dominación haitiana no logró modificar el genio dominicano ni
quebrantar la unidad espiritual; y cuando Duarte preparó los ánimos, el
libertador Francisco del Rosario Sánchez dio a su pueblo la indendencia
política a que aspiraba. Del breve eclipse de la anexión a España, la
nacionalidad salió con mayor pureza y brillo, y de entonces a hoy una
más prolongada comunidad de ideales, sentimientos e intereses, ayudada
por una mayor cultura y unida al vivo amor al suelo, ha acrecentado en
nosotros la solidaridad, vigorizado el carácter, y creado, en fin, aquel
modo de ser peculiar que es sello inconfundible y propio de toda
personalidad individual o nacional. Aunque abierta la del dominicano a
toda sana influencia extranjera (v. g. la adopción de la legislación
civil y comercial francesa), el fondo de su cultura, aunque deficiente
desde el punto de vista político, por el sentido práctico e ideal de la
vida permanece siendo español, basada en la lengua, en culto, en las
costumbres, en la herencia, en la historia, en las tradiciones y
recuerdos, asociados en cierto modo a España, si puede decirse así, en
la obra, sin igual, del descubrimiento, población y colonización del
Nuevo Mundo, desde los primeros días de la invención de América, nuestra
misión histórica ha sido gloriosa y útil a la humanidad. De nuestros
sentimientos dan cuenta nuestra ejemplar fidelidad a la madre patria,
nuestra conducta, tan fina y leal con ella, que poníamos sobre el
corazón sus victorias y reveses, y el carácter heroico, noble y
desinteresado que se refleja de modo claro y visible en la historia de
la República Dominicana. Hemos conservado la civilización que nos
trasmitió la nación que era, al crearnos, la más adelantada de Europa, y
podemos afirmar, nosotros los dominicanos, que somos fieles depositarios
y guardianes de la civilización española y latina en América; que somos,
por consiguiente, como nacionalidad, superiores en algunas cosas a los
norteamericanos ingleses que ahora pretenden ejercer sobre nosotros una
dictadura tutelar; y que debemos, finalmente, defender nuestra patria,
fundada con crecientes elementos propios de cultura en suelo fértil,
hermoso y adorado, con todas las fuerzas de nuestros brazos y nuestras
almas”. Abril de 1921.
Una vez adoptada esta radical posición inicial, de carácter puramente
filosófico, fácil era derivarla hacia concepciones jurídicas extremas.
Si la ocupación militar norteamericana no suplía eficazmente ningún fin
histórico, no podía, en consecuencia, engendrar ningún efecto jurídico.
El hecho escueto de la ocupación no crearía sino problemas de fuerza,
fricciones materiales, sin categoría ninguna de derecho. Esta radical
posición ideológica la hizo patente Américo Lugo cuando, requerido por
el Tribunal Militar para defenderse ante los jueces que lo integraban,
aquel se negó a hacerlo, alegando que dicho tribunal no tenía
jurisdicción para juzgar a un dominicano.
Es bien sabido que sobre esta doctrina descansó, fundamentalmente todo
el movimiento nacionalista dominicano contra la ocupación militar
extranjera hasta que el criterio original se escindió en dos grandes
tendencias, tan pronto como los Estados Unidos anunciaron su propósito
de desocupar el país. Contra la tesis extremista, esencialmente teórica
y abstracta de una desocupación pura y simple, sin implicaciones
contractuales de ningún género, se levantó un criterio más moderado que
no excluía la posibilidad de negociar con los Estados Unidos una fórmula
concreta de restauración de la soberanía nacional. La lucha se entabló
ardorosa al margen de estas dos actitudes, triunfando, al fin, la
última, con el concurso de los partidos políticos. Es innegable, sin
embargo, que el criterio pragmático de los moderados, estuvo fuertemente
influido por la intransigencia de los teóricos y que, finalmente, el
sistema adoptado para la desocupación se basó en una equilibrada
transacción de las dos concepciones.
De acuerdo con nuestro modo de ver las cosas, ningún dominicano de la
época desplegó mayor actividad ni orientó mejor sus ideas en la
ordenación de una actitud nacional, que Américo Lugo, historiador y
jurista. Algunos pudiere igualarlo en el esfuerzo, pero ninguno pudo
superarlo. La lucidez de su pensamiento, el maravilloso instrumento de
su pluma, y su innegable espíritu de sacrificio lo mantuvieron
continuamente en la avanzada de la refriega. El pueblo que podía contar
en sus horas difíciles con una mente y un espíritu como el de Lugo, no
estaba condenado a sucumbir.
Fue en este momento, poco después de haber sido llevado a las barras del
Tribunal Militar, cuando nosotros entramos en contacto con Lugo. Lo
conocimos en su modesta e iluminada casita del Parque Duarte, rodeado de
sus libros, de su pobreza, de su familia y de sus convicciones. Aquella
casa era el centro de la ortodoxia nacionalista dominicana,
continuamente frecuentado por la juventud que se daba a estas cosas. A
nosotros no nos atraía solamente las ideas políticas que allí tomaban
cuerpo de expresión, sino también el encantado ambiente de tranquilidad
y cultura que irradiaba en aquella casa. Nos seducían los restos de la
biblioteca de Lugo, su afición por la buena erudición, tan amena y
desleída, y sobre todo, las finas maneras del escritor y de su esposa,
toda consagrada al culto del marido. Buen dominicano, Américo Lugo, ha
vivido para su país y para el bien de sus compatriotas.
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<!--[endif]--> Prólogo a “Historia de Santo Domingo. Edad Media de la
Isla Española”, del Dr. Américo Lugo, Editorial Librería Dominicana,
Ciudad Trujillo, 1952.
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Manuel Arturo Peña Batlle: Obras I: Ensayos históricos. Compilación y
presentación de Juan Daniel Balcárcel. Fundación Peña Batlle, Santo
Domingo, 1989., pp. 218-249.

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PENSAMIENTO DOMINICANO
LETRAS PENSAMIENTO SANTO DOMINGO MIGUEL D. MENA
EDICIONES
Dios y Trujillo: Una interpretación realista de la Historia Dominicana.
Joaquín Balaguer

El azar en la historia dominicana
La República Dominicana es un país providencial que debe su existencia,
desde que nace hasta el año 1930, a un principio superior que ha
gobernado, como una ley ineluctable, todos los sucesos, prósperos o
adversos, que constituyen en conjunto la vida del pueblo dominicano en
cuatro siglos de batallar incesante y ominoso.
La Providencia guía hacia nuestras playas, en los días de la gesta
colombina, las naves descubridoras, y en vez de Cuba, isla más vasta e
incomparablemente más llana que la nuestra, donde la tarea de civilizar
y de evangelizar debía ser sin la menor duda más rápida y más fácil, es
nuestro territorio el escogido como escenario principal para la empresa
de los descubrimientos y para la cita de los conquistadores. Cuando
Colón llega a Cuba se siente cautivado por el paisaje de esa isla
tropical, pero es sólo en Santo Domingo, en la antigua Española, donde
oye por primera vez cantar al ruiseñor en diciembre y donde se
reverdecen los campos en plena primavera, en los días en que en Castilla
el agua de las fuentes ahoga en un manto de hielo su charla rumorosa.
Pero es un hecho providencial el que obliga al Almirante a establecerse,
de manera permanente, en territorio dominicano. La "Santa María", una de
las tres carabelas del milagro, encalla, debido al parecer a un descuido
del grumete, frente a las costas occidentales de la isla, y el
Descubridor se ve forzado a construir allí, con los restos de la nave
despedazada por las olas, la fortaleza de la Navidad, asilo del primer
núcleo de población europea que se radica en tierras del Nuevo Mundo.
Ese hecho varía los planes de Colón, y fija el destino de "La Española"
en los primeros tiempos de la iniciación de América, en los albores
mismos de la aventura portentosa.
Los puntos culminantes de la historia nacional
De aquí en adelante, la historia del país se reduce a una lucha entre
los dos factores siguientes: el factor humano, representado por los
hombres y por las naciones que al través de cuatrocientos años se
inmiscuyen, casi siempre de modo adverso, en los destinos nacionales, y
el factor sobrenatural, constituido a su vez por cierta intervención
divina en todos los acontecimientos decisivos de la historia dominicana.
Una simple enumeración de los hechos culminantes de nuestra vida
política basta para poner esa realidad en evidencia. Cuando los
bucaneros que se establecieron en la Tortuga se desplazaron hacia la
parte occidental de la isla, ninguna providencia efectiva se puso en
práctica para conjurar el peligro que desde el principio representó para
la vida misma de la población de origen europeo radicada en La Española
el desarrollo de aquel núcleo de traficantes y de aventureros en una
extensa porción del territorio dominicano. Sobreviene después la cesión
a Francia de aquella parte de nuestro patrimonio histórico, y juntamente
con el enorme crecimiento de la población de color en la zona de la isla
ocupada por los bucaneros y sus descendientes se lleva a cabo, en la
parte oriental, el acto catastrófico de las llamadas devastaciones del
Gobernador Osorio. En cumplimiento de esa medida feroz, verdadera obra
maestra de crueldad y de imprevisión política, fueron reducidas a
escombros todas las ciudades del litoral por donde se hacía el comercio
con el mundo extranjero. La iniquidad de Osorio no sólo constituyó un
acto de barbarie sino también un atentado contra el porvenir del pueblo
dominicano, esto es, contra nuestros destinos futuros.
Tras el crimen de las devastaciones y de la cesión a Francia, se
elevó un peligro aún mayor sobre el destino del pueblo dominicano: la
rebelión de los esclavos que constituyen en 1804, en la parte
occidental, una república independiente, dominada durante su primer
siglo de existencia por la idea de que la isla debía ser indivisible y
que debía pertenecer a la porción más numerosa que era la constituida
por la población de origen africano. El primer acto de Toussaint
Louverture, después de haber pasado a cuchillo a toda la población de
origen francés que había vivido en Haití como clase explotadora y
dominante, y que había transformado aquel suelo en la colonia más
próspera del mundo, fue invadir el territorio dominicano para exterminar
también en este lado de la isla a todas las familias de ascendencia
europea. Cuando Juan Sánchez Ramírez, quien había servido en Cotuí a las
órdenes del "Primero de los Negros", realizó la sublime empresa de la
Reconquista, el gobierno de Fernando VII no tomó ninguna providencia
para consolidar ese hecho de armas y para impedir nuevas caídas en el
destino ya incierto del pueblo dominicano. La independencia de 1821,
realizada doce años después de la Reconquista, fue un acto de
desesperación impuesto por el abandono en que se hallaba la colonia.
Cuando Núñez de Cáceres tomó esa determinación heroica, el país se
hallaba al borde de una catástrofe con su comercio arruinado, sus
puertos vacíos, sus municipios exánimes, su agricultura y su crianza,
únicas fuentes de que disponía para su abastecimiento, casi totalmente
destruidas. El propio autor de la Independencia Efímera refiere, como
testimonio de la ruina del país en aquel período, que un teniente de
artillería se presentó ante el Pagador Real y le requirió, poniéndole la
punta de la espada en el pecho, el pago inmediato de sus sueldos
atrasados por carecer hasta de lo más indispensable para su propio
sustento y el de sus familiares.
Cuando Boyer frustró la independencia de 1821 e impuso al pueblo
dominicano un cautiverio de veintidós años, del exterior no llegó al
país ninguna ayuda, ni siquiera ningún gesto de simpatía, destinado a
impedir que la más antigua de las colonias de España en el Nuevo Mundo
fuera lanzada a las cavernas y sustraída por tan largo tiempo de la
civilización cristiana. El país, auxiliado únicamente por la
Providencia, logró no sólo reconquistar su libertad sino también
mantenerla al través de un sin número de vicisitudes que hubieran
doblegado a una nación de alma más débil o de carácter menos aguerrido.
Pero la independencia nacional, realizada frente a un pueblo de raza
homogénea constituido a la sazón por más de seiscientas mil almas, fue
uno de esos hechos insólitos que desconciertan la razón y desvirtúan los
cálculos humanos. Cuando la República se constituyó en 1844, sólo
contaba con algo más de sesenta mil habitantes porque la emigración,
desde hacía largos años, nos había privado de la mayoría de las familias
de ascendencia española.
Intervención de la Providencia
¿Cómo podría explicarse, sin la intervención de algo superior a la
voluntad humana, ese fenómeno político y social, único en el mundo?
¿Cómo no desapareció definitivamente el país en poder de Haití cuando el
territorio nacional, después de la cesión a Francia, quedó prácticamente
despoblado? ¿Cómo se explica que no lo haya absorvido Francia o que no
lo haya incorporado Inglaterra a su imperio colonial cuando el gobierno
español, atento sólo en esa época a las combinaciones de la política
europea, lo entregó repetidas veces, como carne de botín, a esas
naciones colonizadoras? ¿Cómo es posible que el frenesí revolucionario
que desquició su economía, que detuvo durante casi un siglo su progreso,
que arruinó su vida, que secó sus fuentes de riqueza, que mató su
crédito exterior, que malogró sus instituciones, que alentó en los
políticos de la época la ideología anexionista; cómo es posible que todo
ese vendaval de locura no lo haya entregado para siempre a los Estados
Unidos que durante largo tiempo atribuyó a la Bahía de Samaná un gran
valor estratégico? La supervivencia de la República Dominicana, que se
mantiene en pie a pesar de todos los obstáculos con que el destino
embaraza su marcha, que a partir del descubrimiento hasta nuestros días
sufre toda clase de adversidades, desde las epidemias hasta los
terremotos, desde el cólera hasta los malos gobiernos, desde el
anexionismo criollo hasta la piratería extranjera, y desde la conjura
internacional hasta los fratricidios civiles y las revoluciones; la
supervivencia de la República Dominicana, señores, sólo puede reputarse
como uno de esos milagros con que Dios favorece a veces a sus pueblos
elegidos.
Los pueblos elegidos
La historia dominicana es desde los mismos días en que el país fue
descubierto, una tragedia inenarrable. La sangre de Anacaona, vertida
con fría crueldad sobre la tierra irredenta, y la inicua acción de
Bobadilla que encierra a Colón en la Fortaleza Ozama y lo cubre de
cadenas infamantes, sin el menor respeto a su gloria ni a su ancianidad
esclarecida, pesan sobre la suerte de la colonia como una especie de
castigo semejante al del Pueblo Judío que durante siglos ha estado
pagando el crimen de Caifas y la hipocresía de Pilatos. Sólo que el
Pueblo Judío ha expiado su tremenda acción deicida errando al través del
mundo como un perpetuo desterrado, sin hallar reposo ni para su alma
atormentada ni para sus huesos, condenados a dormir siempre en suelo
extraño, mientras que el pueblo dominicano ha purgado el crimen de
Ovando y la iniquidad de Bobadilla agonizando sin cesar sobre su propia
tierra y arrastrando en ella las cadenas de su destino doloroso.
Pero el pueblo judío, escogido para que naciera en su seno el Redentor
del Mundo y para que en su tierra se labrara el sepulcro del Mesías
esperado por los hombres desde el principio de los tiempos, es un pueblo
elegido, destinado a sobrevivir a todas sus catástrofes y a mantener
viva en el mundo la imagen de la justicia divina. Nuestro pueblo,
señalado también para recoger en su seno las cenizas del Genio Navegante
y para servir de cuna en América a la civilización cristiana, nació con
un destino superior entre todos los pueblos americanos. Nada puede,
pues, abatir definitivamente al pueblo dominicano, ni borrar su nombre
de planeta, ni extinguir la llama que alimenta su vida extraordinaria.
Vedlo ahí, en la más terrible orfandad durante la colonia, olvidado al
parecer de Dios y de los hombres, vedlo en la hora trágica de las
devastaciones, próximo a expirar en los peores extremos de la miseria y
de la servidumbre; vedlo, por último, en el cautiverio de la invasión
haitiana, cuando parecía que para él había sonado el momento del
desastre definitivo. Basta observarlo en todos esos momentos supremos,
para darse cuenta de que nuestro pueblo es un pueblo inmortal, señalado
por Dios para un destino único en la historia de la civilización humana.
Cuando ha estado a punto de perecer, víctima de las fuerzas de la
naturaleza o de la codicia de otros países extranjeros, alguna mano
invisible, tocada de poderes sobrenaturales, lo ha rescatado del abismo
y ha vuelto a encender en su frente esta llama imperecedera: la
esperanza. Así ha sobrevivido durante cuatro siglos, sin ninguna ayuda
extraña y combatiendo a menudo contra el mundo entero, siempre
perseguido y siempre sólo, llevando constantemente sobre su corazón la
angustia de la muerte y el duelo de la derrota.
El saldo trágico de la Independencia
Parecía que con la Independencia debía cesar para el pueblo dominicano
ese abandono cuatro veces centenario. Sin embargo, ese calvario sin
término, ese martirio secular, se prolongó con las mismas alternativas
durante el período en que el pueblo confió a hombres nacidos de su
propia carne el encauzamiento de sus instituciones. Desde el 27 de
febrero de 1844, día del nacimiento de la Patria, hasta la muerte de la
República que vuelve en 1861 a arrastrar la argolla de la servidumbre,
la historia nacional reduce al antagonismo de Pedro Santana y
Buenaventura Báez, dos caudillos igualmente ambiciosos, que procedieron
con la Patria como los hijos de la víbora que devoran al nacer a su
propia madre. Santana destruye la independencia con la Anexión, y toda
la política internacional de Báez tiende a incorporar a la República a
los Estados Unidos o a mediatizarla con un protectorado.
Después de esos dos jerarcas políticos, cuya sombra pesa sobre los
primeros tiempos de la República como el estrago de las espadas sobre
las ciudades malditas, la historia sigue su curso borrascoso y el país
continúa asistiendo, entre incendiados anillos de sangre, a una pugna
sin fin entre los demagogos vulgares que ansian a toda costa el poder y
los teorizantes de espadín y capa que bajan a la plaza publica envueltos
en la gloria desgarrada de los héroes. Con Ulises Heureaux, un jenízaro
de alma primitiva, la República agoniza durante veinte años entre un
paréntesis ciego de dolor y de angustia; con los que abaten esa tiranía,
y recogen sobre el escudo del tártaro la bandera hecha harapos de las
instituciones, resucita la ambición de poder que vuelve a soltar, desde
un confía al otro de la patria, sus jinetes desbocados. Sobre la
escarpada plenitud de ese drama político, había caído Demetrio Rodríguez
con sus bisoños soldados y su leyenda empenachada; había encendido el 23
de marzo su cólera borrascosa, y Ramón Cáceres había doblado, entre un
charco de sangre, su torno hercúleo de guerrero.
¿Qué nos quedó de todo aquel heroísmo inútilmente derrochado? Nada,
excepto el dolor de la juventud que era entonces una rebeldía
sacrificada; nada, excepto el escarnio de la patria, que era entonces un
ímpetu roto; nada, excepto la gloria pasada de la República que era
entonces un nostálgico recuerdo histórico.
De lo que éramos interiormente, ante nuestro propio concepto, la
historia conserva el testimonio de Morales Languasco que abandona el
poder y escapa en pleno día, con el pecho cruzado aún por la banda de
los presidentes, rindiéndose al adversario sin acertar a decir como
Dantón, incitado también a fugarse cuando iban en su busca las carretas
del Terror: "No me es posible huir, porque no puedo llevarme la Patria
en las suelas de los zapatos".
Como prueba de lo que exteriormente presentábamos, de lo que era la
República para el mundo internacional, la historia ha recogido a su vez
con estupor la frase del Rey de Bélgica que se negó a visitar el
pabellón dominicano en la exposición de París de 1889, diciendo que no
podía entrar a la casa de un país que no sabía hacer honor a sus deudas
y donde el gobierno acostumbraba a estafar a los tenedores de bonos de
empréstitos que habían sido otorgado de buena fe con la garantía de
instituciones oficiales extranjeras.
El sacrificio del Justo
En medio de ese amontonamiento de sombras (no parece posible, pero es
cierto), la única cosa limpia que se destaca es tu figura sin mancilla
oh Padre de la Patria! Tú, Duarte, la imagen del pueblo que libertaste
con tu holocausto callado, con tu dolor sin nombre, fuiste tal vez la
víctima escogida por la Providencia para castigar las culpas de muchas
generaciones. Cúpote, como ha dicho uno de tus panegiristas, el más
hermoso de los sacrificios: el de aplacar, en tu persona, venganza y
castigos de que hubiese sido víctima tu propio pueblo, amado hasta la
cólera, si no hubiera existido en ti el justo que cada generación
necesita para saldar las cuentas pendientes con Dios y con la historia.
"Según los misteriosos planes de la economía divina, era menester que
tú, a causa precisamente de tu inocencia y de tus méritos, apuraras en
el destierro todas las amarguras", para que aquí abajo la historia
quedara satisfecha y para que la culpa de tantas generaciones que han
mentido y de tantos hombres que han contemporizado con el error y con el
crimen, fuera en parte reparada.
Cambio de rumbo
En 1930 cambió inesperadamente de rumbo la vida dominicana. Sobre la
estática tibieza de cuatro siglos caen, de un tajo, veinticuatro años de
historia nacional, veinticuatro años de acción tenaz y fulgurante. Si en
las cuatro centurias anteriores el país vivió porque la mano de la
Providencia lo sostuvo en medio de sus catástrofes y porque una mano
invisible parece velar misteriosamente sobre su suerte azarosa, después
de 1930 es cuando por primera vez interviene una voluntad aguerrida y
enérgica que secunda, en la marcha de la. República hacia la plenitud de
sus destinos, la acción tutelar ybienhechora de aquellas fuerzas
sobrenaturales. Por primera vez, en otros términos, el país cuenta en
1930 con un conductor que se decide a cumplir la misión que había estado
reservada desde los días del descubrimiento al poder superior que guió
hasta nuestras playas las naves colombinas y que después mantuvo
encendida su luz inextinguible y misteriosa en medio de las lobregueces
que se amontonan sobre los destinos nacionales. La misma Providencia
quiso dejar marcado, con su sello incontrastable, el paso de una era a
otra: la catástrofe que en 1930 se desencadenó sobre la capital de la
República cierra el ciclo del predominio en la historia del país de las
fuerzas de la naturaleza para abrir en cambio el del predominio de la
acción del hombre que se supera en la energía constructiva y en la
voluntad creadora. Hasta el momento en que este milagro se realiza, los
dominicanos habían aceptado sin protesta los fallos inapelables de su
destino adverso, y se habían plegado, con una especie de resignación
fatalista, a la ceguedad bestial y al caótico determinismo con que desde
un principio actúan las fuerzas naturales sobre su vida azarosa. Pero de
ahora en adelante, el pueblo dominicano, en lucha contra la adversidad,
despliega un esfuerzo gigantesco que parece destinado a afirmar, sobre
el vencimiento de la muerte y sobre el estupor del abismo, la potencia
creadora de la voluntad humana.
Actitud fatalista
Cuando la cesión a Francia en 1795, la actitud general fue cambiada de
muda desesperación ante el hecho cumplido y ese estado de ánimo se
tradujo en la emigración hacia Cuba de la mayoría de las familias de
ascendencia española. Cuando el costoso error de las devastaciones, por
boca de los poetas nacionales hablaron en tono de patética resignación
las musas de la elegía; y cuando el fracaso de la Reconquista, los
templos se llenaron literalmente de suplicantes que en todas partes se
reunían a gemir sobre las ruinas y a impetrar para la patria la
mediación de los cielos. Sólo una vez resonó en la colonia arruinada,
convertida de un extremo a otro en un campo de soledad, como en la
poesía clásica, un trueno entre lastimero y colérico que recuerda el
rugido de Prometeo encadenado: en la requisitoria que a fines del siglo
XVIII elevó a la Corte Franco de Torquemada, Alférez Mayor de la ciudad
de Santo Domingo, se estampa este aye patético, mil veces más lúgubre
que las imprecaciones de los profetas ante las ruinas de Jerusalén:
"Espera el Suplicante que Vuestra Majestad se sirva dar la providencia
que convenga para el reparo de la Isla; así lo espera la Española,
postrada a los reales pies de Vuestra Majestad, de su Real clemencia, y
así lo piden mudamente la Verdad, la Religión, la Razón y la Justicia".
Voluntad de victoria
Después de 1930, año medular de la historia dominicana, esa filosofía
fatalista, esa actitud de indiferencia y de inacción ante las fuerzas
conjuradas del destino o ante las adversidades de la naturaleza, se
sustituye por una consigna de lucha y por una resonante voluntad de
victoria. El país que había hasta entonces carecido de un jefe, de un
conductor capaz de abrirse a sí mismo todos los caminos con el paso
infalible de los hombres de mando, se encontró de improviso frente a un
capitán que venía a enseñarle, junto con una nueva filosofía, un nuevo
estilo de política y un nuevo concepto de la vida. Sobre el campo
abierto de la patria, sonó su voz, vibrante y seca, como un metal
ilustre. Su presencia, en el escenario nacional, puso en pie a las
democracias, y su recia figura de conductor, en la que los impulsos
apenas se manifiestan, subyugados por la voluntad dominante, como las
vetas dentro de una roca, se alzó, profética, para oponer su lógica
jmordiente, su voz de triunfo, su consigna viril, al lamento inútil de
los que profetizaban sobre el pasado. La República, que se había
enmohecido en la apatía y que durante largos lustros había velado
inútilmente sus muertos, corrió a agruparse en torno a ese nuevo
conductor de multitudes que avanzaba como las máquinas: desalojando
obstáculos para adueñarse del espacio.
Dios y Trujillo
El más ligero análisis de la historia nacional revela, por consiguiente,
que sólo a partir de 1930, esto es, después de cuatrocientos treinta y
ocho años del Descubrimiento, es cuando el pueblo dominicano deja de ser
asistido exclusivamente por Dios para serlo igualmente por una mano que
parece tocada desde el principio de una especie de predestinación
divina: la mano providencial de Trujillo. Desde esa época hasta nuestros
días, es decir, en un ciclo de 24 años en que el estupor de la fábula
aparece superado por los deslumbramientos de la realidad objetiva, el
hombre lucha con la adversidad y realiza milagros tan portentosos como
los que durante los cuatro siglos anteriores se cumplieron por el solo
efecto de la intervención en la vida del país de poderes sobrenaturales.

Dios y Trujillo: he ahí, pues, en síntesis, la explicación, primero: de
la supervivencia del país, y luego, de la actual prosperidad de la vida
dominicana.



Publicado en “Clío”, órgano de la Academia Dominicana de la Historia,
Año XXII, núm. 101, octubre-diciembre 1954. Lleva la siguiente
observación: “Discurso de ingreso como miembro de número de la Academia
Dominicana de la Historia, leído por el doctor Joaquín Balaguer en la
sesión solemne celebrada el día 14 de noviembre de 1954)
Abelardo Nanita, editor: La Era de Trujillo, tomo I. Año del Benefactor
de la Patira, Impresora Dominicana, Ciudad Trujillo, 1955, pp. 50-61.


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